Un bonito negocio (conclusión)

Un bonito negocio (conclusión)

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V

La irritación y los comentarios de la gente duraron muchos días. Desde tiempo inmemorial, en una población tan pacífica y morigerada en sus costumbres sociales, no se había visto cosa semejante. Haría ya un mes y medio desde la fecha de aquel triste suceso, cuando cierta mañana se presentó en casa de la señora Martina un hombre morenote, algo rayado de viruelas, y de difícil palabra, preguntando por su amigo Bernabé. ¿Había vuelto ya de Valladolid?

A todos sus íntimos amigos les dijo lo mismo: «Dentro de tres días ó cuatro estaré de vuelta.» Y esta es la hora en que nadie sabe su paradero.

—A nosotros nos dijo lo mismo — afirmó seriamente la madre, —pero á casa no ha vuelto.

—Esto es muy extraño, señora. . . muy extraño, que ustedes ignoren dónde está su pariente; y yo no me lo explico.

—Pues no lo extrañe, señor, porque mi hijo Bernabé no suele dar explicaciones á su familia de lo que piensa hacer. Es mayor de edad, y además tiene su carácter y. . . si usted supiera, misa dijera, como dijo el otro,—contestó la madre suspirando de recio y conteniendo el abundante manantial de sus pesares y sentires, que desbordaba de su maternal corazón. Era cauta como buena castellana vieja, y temía casi siempre correrse demasiado.

—Eso está bien para usté, pero yo vengo aquí á pedir lo mío, y me extraña mucho, como le he repetido, que nadie sepa en Burgos dónde para ese hombre;—y dicho esto, miróla el morenote con tanta desconfianza y tan mediana cara, que la señora Martina no pudo menos de sentir penosísima impresión. Y aun mucho más al oír que se marchaba maldiciendo de Bernabé y echando sapos y culebras por su boca.

Pero aquel mismo día, á la hora de comer, volvió Lucio tan triste y avergonzado, que al punto lo echó de ver su madre.

Ésta le interrogó con una larga mirada:

—¿Sabe usté, madre, lo que pasa?… Que Bernabé no parece por ningún lao; que no fue á Valladolid, como dijo; que ese señor Melguiza le pide no sé cuántos miles de pesetas, y que un tal Bonilla dice que también le falta no sé cuánto … ¡Sandiez! Ese nos hará salir á la cara la vergüenza, verá usté.

—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué chiquito ése!—exclamó la madre, estupefacta y apenada.—Pero eso lo dirá la gente, las malas lenguas, y no será verdad. Vamos… que no puedo creerlo. ¿Y el dinero que había cobrado hace dos meses?

—Eso fue una engañifa, madre, una mentiraza muy gorda que todos nos tragamos. Lo ha confesao ese señor Melguiza que fue pastor en Cardeña-Jimeno, y que vino de allá con él. Y hay otra cosa

además.

—¿Peor que eso? — preguntó la madre con azoramiento.

—No sé si será peor; que la Ventura hace dos días que falta de su casa. Algunos murmuran que si se habrá ido con él… Y no van descaminados. ¡Qué mundo este, madre! Cuando él me contó que había sido su novio, me dio un vuelco el corazón y sentí una rabia… que si no es mi hermano, le echo la mano al gaznate y lo ahogo como un perro. Créalo usté, madre. Pero uno mira las cosas… y usté estaba delante. ¡Qué mundo este! Pero el corazón no me engañaba.

—Tal para cual. No te dé pena, hijo; que esa tunanta . . . las ha de pagar. Dios tiene un palo muy largo y á todos les llega. Pero oye, oye: si obra aquí la justicia, es un suponer, vamos á tener nosotros algo que ver.. .

—¿Nosotros? ¿Por qué? ¿Nos habernos comido algo de otro, pongo por caso?

Lucio se engañaba en sus cálculos, puesto que al dar parte al Juzgado, como se dio aquel día, habían de ir uno y otro á prestar las consiguientes declaraciones acerca de lo que supieran del paradero de Bernabé.

Circulaban rumores muy fundados de que el gran proyectista, al desaparecer de Burgos, se había llevado las 15.000 pesetas prestadas por su amigo Melguiza, las 25.000 de don Nicasio Bonilla,

y las que logró cobrar por el traspaso de la tienda modelo con todas sus existencias, como si fuese su exclusivo dueño; otro negocio de mala fe que se realizó á cencerros tapados, como á él le convenía.

Vivía don Nicasio Bonilla, que era viudo, con tres hijos menores de edad y una sirvienta. Sospechábase, por lo tanto, que Bernabé debió conquistar á esta última para que le abriera la puerta, estando la familia fuera de casa. De este modo, con llaves falsas, consiguió abrir el cajón de la mesa del despacho, donde el descuidado Bonilla había encerrado los billetes que sacó el día anterior del Banco.

Aunque de mala gana, en cuanto vino Miguelillo del taller, sacó la señora Martina la sopa de fideo gordo, y Lucio comió realmente por comer, por sostener las fuerzas. Pues estas graves noticias de su hermano se le entraban corazón adentro, y le dolían mucho más que los sablazos del maldecido sargento. Cuando volvió después á su trabajo, observó que en la acera de la casa había dos caballeros hablando con el dueño, con Fernández Prieto, de los rumores que circulaban sobre la desaparición total de Bernabé Corella. Al penetrar en el portal oyó muy claro que el señor Fernández decía á los otros:

—Una de las mayores plagas que afligen y consumen á nuestro país, es ese enjambre de vividores, de farsantes, de vagos, de estafadores en grande y en pequeño, de falsificadores y estampilladores, de parásitos y chupópteros de toda casta, gente sobrado lista, que ha de vivir sin trabajar, á costa del trabajo y del dinero de los demás. Los verán ustedes en todas las clases sociales, y hasta en el mismo pueblo. Y ahí tienen ustedes como tipo ese chiquito que acaba de realizar en Burgos un bonito negocio, como dirá él. Vaya, que se necesita habilidad para darla á tanta gente como se la dio ese briboncillo que se ha llevado el dinero de nuestro amigo Bonilla.

—Y algo podría evitarse, ¿no le parece á usted, Fernández? — apuntó uno de los caballeros —con una buena ley de vagos y una fiscalización especial. . .

—Nada de fiscalizaciones. La culpa es de una cierta cobardía moral que nos corroe los huesos; la culpa es de todos nosotros, que no sabemos asociarnos, ni defendernos mancomunadamente, ni protestar en alta voz desde todos los ámbitos de la nación contra ciertos hombres y contra ciertas cosas.. .

En este momento, Lucio tuvo que entrar al patio por una lata de color de ocre claro, y no llegó á oír lo que replicaron los otros.

Desde el percance aquel en que fue herido en el brazo, volvía á casa algo más temprano para curarse. Sabía, además, que había de encontrar á la Daría con la aguja en la mano, zurciendo alguna camisa vieja ó ayudando en cualquier otra labor á la señora Martina. Allí se hablaba de lo presente, de lo bien que se anunciaba la temporada con las buenas cosechas recogidas en las postrimerías del verano. Alguna que otra vez recordaba la pobre madre el nombre de Bernabé, de quien nada dijeron los papeles, y al que se le suponía camino de América, pues ninguno de ellos tenía la menor noticia. A Lucio, aunque callase, le atosigaban en ocasiones aquellas palabrejas de parásitos y chupópteros que oyó al dueño de la casa, y cuya significación no comprendía. ¿Sería acaso peor y más denigrante que la de estafador? Se lo hubiera preguntado de buena gana al mismo señor Fernández, pero sentía una vergüenza abrumadora por tratarse de su propio hermano, y nunca se atrevía. Chupópteros, parásitos. . . Sólo al pronunciarlas le traía al buen Lucio, sin saber cómo, el rubor y el calorcillo sofocante de la humillación, al igual del que ha cometido una bajeza.

Esto no obstante, se presentó una de estas noches mucho más animado y decidor que de costumbre. Había celebrado con todos sus compañeros, obreros y oficiales, el santo del maestro, que estuvo muy generoso con ellos. Después de una abundante y sabrosa merienda, se desocuparon varias botellas de rico vino de Navarra y una añeja de Aranda, que era una delicia.

—En fin, un rato de broma y de charla y de mover los dientes y dar gusto al gaznate —decía Lucio dirigiéndose á su madre y echando una ojeada á la Daría.—Bueno, ha de haber de todo una miaja; no hay caso. Pero yo me digo: no es esto todo lo que uno desea, el hombre que vive de su arte y de su trabajo. Para mí hay otra cuestión. Yo conozco, y esto es un suponer, una chiquita trabajadora, callada, de muy buenos ojos, pelinegra por más señas, que es una cosa buena, pero sobrebuena; la flor de nuestro barrio, vamos al decir. Usté también la conoce, madre. Y yo cavilo y me digo: si esta mujer pensara alguna vez en un hombre, que eso tiene que suceder un día ú otro, ¿no es verdá? Pues si ella pensaría en un hombre y ese hombre fuera yo … Vamos, madre, que eso sería una bendición, lo mejor de lo mejor. ¿No le parece á usté?

—¿A mí? Pues que mientras que yo no conozca á esa individua. . .

—Pero si usté la conoce como yo, no se haga usté la boba. Y la conoce también la Daría.

—Esta noche —expresó la aludida algo ruborizada— ha venido Lucio muy contento y quiere que todos nos alegremos con sus bromas, ¿verdá usté, señora Martina?

—Es que no son bromas, Daría; quisiera ponerme muy formal y muy serio, pero esta noche tengo así como una corazonada, algo que se me ha metido en la cabeza, de que ha pensao usté, por casualidá. por chiripa, en este mísero artista, porque me ha mirao usté de una manera . . . ¡que me sé yo!

—¡Qué bobos son los hombres! La Daría te ha mirao y te ha remirao como siempre, con muy buenos ojos.

—¿De veras, Daría?… —y como la muchacha le contemplase sin decir palabra, enmudecida por la emoción de este florecimiento repentino de un amor soñado, añadió sentándose á su lado:

—¿Pero de veras?

—Sí, señor. ¿Por qué negarlo? Ya usté sabe que una puede tener simpatías por unas personas más que por otras. Yo siempre . . . la verdá, le he mirao con simpatía, como á una persona buena.

—Siempre, ya lo oye usté, madre; y yo que traía mis miedos por. . . esas chirimbinas y turuntelas que uno ha tenido por ahí. Pero de veras, Daría, ¿no me engañará usté? —Y como ella volviese á mirarle con alguna fijeza, añadió en seguida:

—¡Qué burro soy! Perdóneme usté y no tome á mal esta desconfianza mía, porque anda uno tan resabiao desde . . . aquello. Conque hagamos las paces; quiere decirse, míreme usté como antes de soltar esa gracia. Y sepa usté que mi madre me ha hablao de usté más de dos y tres veces con el aquel de que abriera los ojos, y yo nada, más cegato que un topo.

—La señora Martina me hace demasiado favor, pero ya sabe que soy una pobre artesana, que no tengo más que mis manos y la ropa que llevo puesta,—expresó la joven con una sinceridad realmente conmovedora.—Ya sabe que en casa no podemos ahorrar ni un céntimo, y esto es otra desdicha que nos alcanza á muchas mujeres.

—También mi madre se casó pobre,—repuso Lucio con viva y repentina vehemencia —y esto no quita para que fuese dichosa con mi padre, que ganaba un jornal como nosotros; ¿verdá, madre?…

—No había por qué tener envidia á ninguno, eso es lo cierto. Era un hombre honrao y de mucho provecho, y en casa había paz, y pocas veces nos faltó que comer, á Dios gracias. Han pasao después cosas tristes; tuvimos algunas penas y más de una necesidad cuando la familia crecía y aumentaba. Nadie está libre tampoco de una mala voluntad; pero como nos encontrábamos bien unidos todos, pasábamos los días de castigo; hubo salud, y aquí estamos todos. ¡Y á vivir!

—Ya lo oye usté, Daría. Si usté quiere . . . también nosotros podemos vivir así . . . felizmente —dijo Lucio envolviendo en una intensa y amorosa mirada á la joven, que no acertaba á responder. A su vez ésta le contempló por un instante, estremecida de emoción y de alegría, como si una ola de nueva y ardorosa sangre, después de acelerar los latidos de su corazón, se difundiera dulce y calladamente por todas sus venas.

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JMMatheu2JOSÉ Mª. MATHEU.

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Publicado originalmente en

El cuento semanal

AÑO II – 27 de marzo de 1908 – Nº 65

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