¡NO PUDO SER!

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El agravio inferido por el cabo Diego Ramírez al cortijero Manuel Llanos era de los que no se perdonan ni se olvidan. Perseguido sin descanso por la Guardia Civil, con el resto de una partida republicana tan pronto levantada como batida en montes de Toledo, debía indudablemente la vida á Llanos, que le había tenido oculto en su cortijo; allí permaneció por espacio de tres meses, y sólo supo corresponder á la generosa confianza de su salvador seduciendo á su mujer, Pepilla.

Manuel lo supo, riñeron los dos hombres, y el agraviado esposo cayó malamente herido, escapando el otro con la cortijera, que abandonó al tierno hijo tenido en su matrimonio.

Desde entonces Llanos vivía solo, sin más compañía que aquel chicuelo y los mozos de labranza; nada sabía de Diego Ramírez ni de Pepilla. Muchos cambios ocurrieron en el mundo, sin que despertaran por eso el menor interés en él. Triunfó la Revolución, se vino abajo, fueron restaurados los Borbones; todo le tenía absolutamente sin cuidado á nuestro hombre; ni había perdido ni había ganado en tales cambios; lo único que notaba era que cada año le subían la contribución.

En cambio, Diego Ramírez había tomado parte principalísima en todos aquellos sucesos: la Revolución le hizo alférez, la República capitán y la Restauración comandante. Vivía con Pepilla, en la que había tenido tres hijos, y la hacía pasar por su mujer legítima.

En el verano de 187… hubieron de levantar cabeza nuevamente «los eternos enemigos del orden hermanado con la libertad», como decía la alocución del gobernador civil. Se sublevaron unos regimientos y aparecieron partidas en diversos puntos: una de ellas en los montes de Toledo. Salieron fuerzas en su persecución, y un día hallándose Manuel Llanos en la feria de Oropesa vio formar en la plaza á la columnita enviada contra los republicanos. Creyó engañarse, pero hubo, por fin, de rendirse al testimonio de sus ojos. El comandante que mandaba la columna era Diego Ramírez.

Todo el rencor, todo el odio, toda la agria tristeza de diez años estallaron en un segundo en el pecho del cortijero. Pasó por ante sus ojos una nube de sangre, sintió que su mano se iba á la faja en busca del cuchillo, pero se contuvo. Mataría al comandante, pero cara á cara, después de hacerle pasar por la humillación del vencimiento.

Apenas hubo salido la columna, comenzó Manuel á recorrer tabernas y garitos buscando quien quisiera seguirle al monte y á las dos horas contaba con nueve hombres, todos menestrales, poco hechos á correr por vericuetos y trepar por breñas. Al pasar por su cortijo Manuel Llanos les dio las armas que tenía en casa: un par de escopetas viejas, pistolas, un trabuco del tiempo de la guerra de la Independencia. Sorprendieron á un guarda bosque y le quitaron la carabina que se apropió el jefe de la partida. Al anochecer entraron en un pueblo cerca de Talavera, exigieron la entrega de las armas á los vecinos que las tuviesen, y salieron al amanecer, camino de los montes.

Manuel Llanos, que jamás había tenido opinión, aparecía de la noche á la mañana convertido en adalid de la República. Había ido inquiriendo la dirección seguida por la columna y concibió el insensato proyecto de atacarla con aquellos nueve infelices, todos ellos padres de familia, á quienes la necesidad les había impulsado á aceptar el puñado de plata que les diera Llanos en Oropesa. La acogida que se les dispensaba en los pueblos por donde pasaban no tenía nada de cordial ni era para infundirles grandes entusiasmos. Llanos, sin embargo, suplía con sus inflamadas arengas el silencio de los habitantes.

Dos días después de su famosa salida de Oropesa el alcalde de ***, pueblo al pie de la sierra, hubo de manifestar á Llanos que permaneciera allí algunas horas, pues sabía que se le iban á reunir gran número de mozos de los vecinos lugares, ávidos de pelear por el triunfo de los ideales que defendía «el digno jefe de las fuerzas revolucionarias» y que compartía por su parte, por más que se le tuviese por hechura del cacique conservador del distrito. Llanos dio las gracias á su inesperado correligionario, y con gran contentamiento de su hueste dispuso hacer alto en aquel pueblo hasta la tarde. Transcurrieron algunas horas, pero no se veía comparecer á nadie.

El alcalde aseguraba que no faltarían; siempre se experimentan entorpecimientos al pasar el Tajo en barcas; probablemente el calor les habría obligado á detenerse, etc.

A las cinco de la tarde Llanos manifestó al alcalde que no podía esperar más, á lo cual respondió aquél que, en efecto, no era prudente continuar allí, pero que de todas maneras, contase con lo dicho. Los mozos no faltarían y se le reunirían donde él le dijese que podían encontrarlo. Llanos respondió que le buscaran por la Estrella.

Apenas había transcurrido un cuarto de hora desde la salida del pueblo cuando resonó una descarga; la partida, presa de horrible pánico, se desbandó, pero inútil era todo intento de escapar: estaban copados. Todos fueron cogidos sin haber hecho resistencia; Manuel Llanos, desesperado, tenía ya el revólver en la mano para levantarse la tapa de los sesos, pero un sablazo de plano de un oficial le hizo soltar el arma.

Los diez prisioneros fueron atados codo con codo, de dos en dos, y conducidos á presencia del comandante, que á caballo, estaba esperando en un recodo de la carretera.

Al descubrir Manuel Llanos que había caído en poder de la columna de Ramírez lanzó un rugido de fiera, y gritó con voz ronca:

—¡Matadme! ¡Canallas! ¡Viles!

¡Viva la República! ¡Muera…!

Un tremendo bofetón descargado en sus mejillas por un oficial le hizo enmudecer por un momento, pero de nuevo volvió á sus destempladas voces con más furor que nunca. Dejóse caer al suelo, y hubo que arrastrarle para llevarle á presencia del jefe.

Éste, frío y calmoso, le interrogó, comenzando por preguntarle su nombre.

—Manuel Llanos, —respondió el preso.— Bien te debes acordar.

El comandante permaneció impasible, é interrumpiendo su interrogatorio volvióse al corneta de órdenes al que mandó tocar llamada. Formó la fuerza y tomó el camino de Oropesa, á paso redoblado.

Los prisioneros fueron encerrados en la cárcel del pueblo, con centinelas de vista.

A las nueve de la noche se presentó un ayudante con orden de llevarse á Manuel Llanos á declarar.

El vencido caudillo se encontraba á los pocos minutos ante el comandante.

—Manuel, —le dijo éste,—tengo en mis manos tu vida y la de esos desdichados que te han seguido.

Harto te he hecho sufrir y no quiero añadir nuevos males á los que te he acarreado. Huid todos; yo haré porque podáis hacerlo.

—No…—respondió Llanos.—,Si quieres que se escapen ellos, bueno; yo, jamás.

—Tú el primero; de otra manera, vais ser fusilados todos mañana al amanecer.

—No quiero agradecerte nada; moriré más tranquilo odiándote de lo que podría vivir teniendo que agradecerte nada.

—Todos esos á quienes has llevado á la perdición tienen hijos. ¿Vas á dejar huérfanos á tantos infelices?

¿No piensas también en el hijo que tú tienes?

—¡Vivir porque tú me haces la limosna de la vida? ¡No!

—Esos nueve hombres á quienes tú, y solamente tú, condenas á muerte, sabrán que la culpa de su desgracia es tuya, y te maldecirán…

—Suéltalos, y mátame á mí solo. Yo te hubiera matado, si hubieses caído en mis manos.

—Hubieras hecho bien… pero yo haría mal si pudiendo salvarte no lo hiciera.

—Y dirá ella que te debo la vida… No, no quiero, fusílanos á todos.

—Ya lo reflexionarás mejor,—respondió el comandante. Y llamando á un oficial le ordenó condujese de nuevo al cabecilla á su encierro, dejándole incomunicado.

Manuel Llanos se paseaba febrilmente por el estrecho calabozo, librándose tremenda batalla en su espíritu. Su orgullo se rebelaba á aceptar la gracia que le ofrecía el hombre que le había robado su honor, pero al mismo tiempo se levantaba tremendo el grito de su conciencia acusándole de la muerte de aquellos infelices á quienes había seducido para hacerles servir de instrumento de su rencor. Podían huir todos, y después presentarse él solo, pero haciéndolo así les colocaba en igual situación que la en que se encontraba él; sería necesario cogerlos, para que fuesen todos iguales, y, sin duda, el comandante, burlado en su intención, no dejaría de hacerlo para que expiara su desprecio. ¡No! Sucediera lo que sucediese no iba á devorar la afrenta de aceptar la vida de manos del hombre á quien odiaba con todo el odio del infierno.

Moriría con la cabeza erguida, lanzando una postrer mirada de aborrecimiento al que después de haberle robado su honra le robaba ahora la existencia. ¡Y qué felices serían en adelante Pepilla y Diego! Se casarían.

Este pensamiento acabó por dominarle, aumentando su desesperación. Manuel se retorcía las manos, se clavaba las uñas en la carne; sufría como un condenado. De pronto llegó á sus oídos un confuso rumor: era como unos alaridos, como un desconsolado llanto. Escuchó: oyó voces de mujeres, lloros de niños, mezclados con imprecaciones varoniles. ¿Serían las mujeres y los hijos de los presos? Acercóse á la puerta y á través del ventanillo vio una sombra; era un centinela.

Le llamó para preguntarle que ruido era aquel; el soldado contestó que eran las mujeres de los presos que se despedían de sus maridos, con los críos. Manuel Llanos entonces, sin ser dueño de sí, dijo al centinela que llamase al cabo de guardia.

Así lo hizo el soldado.

En cuanto compareció el cabo, díjole el preso:

—Haga usted el favor de decirle al comandante que necesito en seguida hablar con él, pero al momento. Se lo ruego á usted por Dios.

El cabo, murmurando, se aprestó á complacer al cortijero y regresó al cabo de algunos minutos, diciéndole:

—El comandante manda que me siga usted.

Manuel Llanos llego á presencia de su enemigo, y con voz ahogada, y como si tuviera que arrancarse las palabras de la boca, dijo:

—Acepto lo que me propusiste, si aun es tiempo .. y…

—No sigas,—respondió Diego Ramírez. — Anda con Dios, y que esos infelices á quienes devuelves la vida sepan todo lo que tienen que agradecerte.

El comandante llamó á un ordenanza, al cual entregó un pliego. Manuel Llanos volvió á la cárcel.

Le habían retirado los centinelas. Las puertas estaban abiertas. Todos huyeron, sabiéndose después que se habían internado en Portugal. El comandante Ramírez fué sumariado, pero no resultó ningún cargo contra él, y al llegar á su casa, en Toledo, una mujer, Pepilla en persona, convertida en elegante dama, salió á recibirle y, abrazándole, le dijo:

—¡Gracias, Diego! ¡Accediste á mis ruegos! ¡Dios nos perdonará!

(Dibujo de Sans Castaño)                                                                             Alfredo OPISSO

Publicado originalmente en

IRIS

Barcelona 10 de marzo de 1900

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