LO QUE INVENTAN LOS HOMBRES

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LO QUE INVENTAN LOS HOMBRES

(APUNTES DE PROVINCIA)

I

La calle donde vive Teresita Estévanez no es tan larga que se pierda de vista, ni tan ancha que no pueda abarcarse de una simple ojeada, sobre todo desde el piso tercero de una cierta casa, que es el observatorio de su vecino don Fausto. De tal manera, que ni una sola vez se ha de asomar ella al balcón sin verse acompañada de la curiosa mirada del susodicho vecino, que se entretiene á ratos perdidos en este inofensivo espionaje.

De igual defecto peca el tendero de la esquina, en cuya lujosa tienda y cómodo despacho suele don Fausto, como militar retirado y solterón de buenas carnes, aunque algo afligidas por el reuma, detenerse de vuelta de paseo, ya para reposar á su sabor, ya para comentar á su modo las peripecias del barrio y las últimas evoluciones del astro-Teresita. Forman estos dos personajes particular contraste, porque así como don Fausto parece un santo varón por su fisonomía franca y descubierta, por la graciosa obesidad de su vientre y la sencillez apacible de su trato, el tendero, por el contrario, tiene el aire de un guerrillero sin campo y sin fortuna; su perfil es aguileño, cetrino su color, su estatura mediana, al propio tiempo que la enorme calvicie que ensancha y eleva su frente, le presta toda la apariencia de un filósofo despreocupado. Estas diferencias no son la resultante de un capricho de la naturaleza. Los ojos claros y serenos de don Fausto están abiertos á la curiosidad; la mirada del tendero penetra en ocasiones hasta el fondo de las cosas; tiende el primero á un cierto optimismo y cede á las circunstancias, mientras el segundo busca siempre la razón de los hechos y lucha contra los obstáculos. Por esto sin duda D. Fausto, joven todavía, se ha retirado, y el tendero se ha enriquecido.

—Vamos, amigo mío—le decía una tarde el de la tienda,—que hoy no podrá usted quejarse; ¿sobre cuántas veces calcula usted que se asomó su vecina? Pero en resumidas cuentas, ¿se casa ó no se casa? Si yo fuera que la muchacha, levantaría un kiosko en el balcón para evitar la curiosidad del vecindario.

—Qué malicioso es usted, D. Ceferino —(el tendero nació el día 26 de Agosto).—¿Cree que haya vecino que se ocupe seriamente de tales pequeñeces? Además, que cada uno en su domicilio es dueño de entrar, salir, mirar, etcétera, etcétera.

—Pues aguarde usted que venga el quinto novio, que la chica tome sus medidas y se armen los telégrafos; entonces verá usted lo que es bueno. Porque yo supongo que cada vez le ha de entrar á ella con más fuerza.

—Cómo, ¿será posible?… Dice usted que el quinto, que en cuanto venga el quinto…—repitió D. Fausto, abriendo sus ojazos, tiernos en demasía, y como si la noticia le cogiera de nuevas.—¡Caramba! pues usted debe tener la lista de todos los paseantes de mi vecina.

—El primero de esos caballeretes era un simple cadete muy bravo y muy tiesecillo. Aún me parece que lo estoy viendo plantado en aquella esquina. Vamos, que si yo supiera retratar como Juanillo, el pintor del piso cuarto, le digo á usted que ahora mismo se lo pintaba.

—¿Y el segundo?

—El segundo debía ser empleado, y esto lo saco de la puntualidad y exactitud de sus citas. En cuanto desembocaba por la calle, decía yo para mi capote: las diez. Si pasaba sin detenerse mucho, las diez y media. Volvía á aparecer por algún lado, las siete y media. Cuando se largaba, las ocho. La vecindad estaba de enhorabuena; tenía un reloj en la calle y por poco precio.

—Hombre, al único que conocí fue á aquel estudiantón de leyes… un busca ruidos.

—Justamente. Ese era el tercero. ¿No recuerda usted que rompió uno de los mejores cristales de la botica de Cuevas retozando con el practicante?

—Y una roche durmió en el gobierno por… yo no se qué.

—Y acabó por conquistar á la doncella después de reñir con la señorita. ¡Valiente pécora estaba!

—Del cuarto sí que no recuerdo—expresó don Fausto acariciando su bigotillo, cortado á tijera, y su minúscula perilla, ya canosa.

—Será que usted no se fija. Mayor vago que aquel yo no lo he visto nunca, porque exceptuando las necesidades más apremiantes de la vida, todo lo hacía en el arroyo. Unas veces almorzaba en la cantina del Sr. Paco; otras sentaba en el pilón que hay en la bocacalle del Temple y allí echaba un tente en pie con la mayor frescura. Tardes había que las pasaba en un portal comiendo cacahuetes y naranjas con sus compinches.

—¿Qué casta de pájaro sería?

—Vaya usted á saber. A mí me pareció así como el segundón de algún título tronado. Por lo regular se hace alarde de lo que no se tiene; es muy propio de esos señoritos el echarla de rumboso, de jacarandoso y de campechano, y el dar muestras de no haber conocido la vergüenza ni poco ni mucho.

—Usted no se anda en repulgos, compañero.

—Pero vengamos á las consecuencias—repuso el de la tienda accionando con su diestra con la calma y la gravedad de un diplomático.— Después de tanto ruido y tantas zarandajas de novios, ¿en qué consiste que la chica no se casa? Algunas malas lenguas de la vecindad dicen,.. lo que dicen, pero yo le aseguro á usted que no hay ni pizca de verdad en lo que dicen.

—Sí señor; en esa parte… no me vengan á mí con habladurías. Solo que todos somos flacos y débiles y… etcétera, etcétera.

Al afirmar D. Fausto que todos éramos flacos, no pudo menos el tendero de reparar en su floreciente obesidad y poner algún óbice mental á su buena fe. Disimuló y continuó:

—Yo no sé qué pensar, pero es indudable que hay intríngulis

—Me lo sospecho. ¿Sabe usted la novedad política del día? Que tenemos crisis.

Y después de aventurar algunos pronósticos, de sondear á su modo la situación del país, de dar una zambullida en las cuestiones de hacienda y lamentar como españoles netos esa creciente y rabiosa devoción al santo presupuesto nacional, despidiéronse nuestros dos vecinos hasta mejor ocasión.

II

Al día siguiente, que era por más señas una calurosa mañana de Julio, volvía el capitán don Fausto á su observatorio, comprendiendo por cierta tosecilla que Teresita Estévanez se hallaba en el balcón. El sol, que daba de lleno en sus persianas, parecía favorecer el comienzo de sus operaciones.

Advirtió desde luego, y con no poco asombro, que su vecina no resplandecía, ó más bien, no disfrutaba de aquella ponderada belleza de que se hacían lenguas hasta sus mismas competidoras. Bien fuese por el desarreglo de sus cabellos, muy natural á tales horas, bien por el insomnio de alguna mala noche ó por alguna secreta pena, era lo cierto que para el ojo del observador sagaz había entrado en un lastimoso período de decadencia. ¿Sería este el oculto motivo que retraía á sus pretendientes de pasar adelante?…

El problema por lo visto recorría una nueva fase. Siempre se la había figurado como una joven esbelta, blanca, risueña, de ojos grandes y azules, que á un cuerpo bien formado unía una cabecita rubia y graciosa, que rivalizaba por su frescura y colorido con la de algunos niños. Pero en aquel instante su desencanto era completo. La hija predilecta de la naturaleza, la Eva según el arte moderno, había descendido de su pedestal para venir á confundirse con el numeroso vulgo que la contemplaba. De pronto echó de ver que Teresita saludaba á alguno según el movimiento repetido de su cabeza y la inclinación de su cuerpo al apoyarse. Siguiendo la dirección de sus miradas pudo saber que el saludado no era otro que su amigo Arsenio. Cinco ó diez minutos después sorprendíale éste contemplando todavía á la vecina, al través de las persianas, en el sumo regodeo de su curiosidad.

—¡Bravísimo, señor don Fausto!—exclamó su amigo dándole una palmadita en el hombro—bravísimo! Hace dos meses que dejé á vuesa merced contemplando estáticamente á su vecina, y hoy le sorprendo en idéntica postura. Válgame el cielo y qué afición tan decidida por la dama. Pero en Dios y en mi ánima que es un verdadero milagro que no le encuentre tullido, manco ó malferido después de una campaña tan larga y tan mal aprovechada.

—¿Cómo mal aprovechada?…

—Sí, por cierto, porque usted es de les que más se preocupan por la niña, de los que más curiosidad demuestran por lo que dice y hace, y de los que menos saben de ella.

Razón tenía Arsenio en todo cuanto afirmaba de su amigo. Dos meses hacía que no se habían visto más que de pasada ó de lejos, y en punto á sus dudas sobre Teresita se hallaban poco más ó menos á la misma altura.

El capitán Arsenio Ligues de los Arcos había salido de la escuela de Estado Mayor con algún aprovechamiento. Tenía sus humos de poeta y sus puntas de literato, por cuyas aficiones figuraba en la redacción del Pabellón Militar. Su talla era media; su rostro más que á moreno tiraba á pálido de un tono fino y delicado, que lo mismo que su figura y buen gusto en el vestir, lo singularizaba al formar entre sus compañeros de armas. Sobre su nariz recta y afilada montábanse unos lentes de sutil y pulida armadura, obra de la industria parisiense. Un observador atento hallaba también entre lo externo y lo interno de este personaje maravillosa armonía; su imaginación sutil y aguda, amamantada quizás con los autores más conceptuosos de nuestra literatura, no cabía duda que concertaba perfectamente con el esmero y la pulcritud intachable de su persona, pues no había más que reparar en sus uñas limpias, blancas y recortadas en punta para adivinar hasta qué minuciosidad eran llevadas estas leyes de personal policía.

Pensó don Fausto que sería mejor confesar de un modo indirecto su ignorancia que no andarse en dimes y diretes para salvar la parte de amor propio, que parece sobrexcitarse cuando descubren nuestro flaco.

—Pues bien, á punto llegas—dijo después de sentarse.—¿Qué sabes tú de Teresita?

—¿Quiere usted que lo presente?

—¡Hombre! tendría gracia. No va mi curiosidad por ese lado. En todo caso, amigo Arsenio, lo reservaría para tí. Ahí tienes una muchacha bonita, de ventajosa posición, de carácter jovial, que ha sido adorada por cuatro diferentes corazones, y cuyo destino, si no lo remedia Santa Rita, será á no dudar el de esa multitud de vírgenes domésticas que van envejeciendo al lado de los pianos, entre floreros, trapos y abanicos. ¿No se te figura esto una anomalía? y si es una anomalía ¿sabrías explicármela satisfactoriamente?

—No lo veo difícil—contestó Arsenio reclinándose en la silla mecedora, una de las primeras que se vieron en la invicta y nobilísima Cayudes.—¿Cómo negar que es una rubia de mucho gancho? De veras que me gusta; pero desengáñese usted, debe tener una madurez bastante problemática, por no decir desastrosa.

—Y ¿qué relación guarda la madurez con su?…

—Muchísima. La madurez es lo porvenir, ¿ó piensa usted que va á estar siempre plantada en los veinte abriles? Yo le aseguro que jamás me casaría con una mujer cuyo perfil de cara revelase lo que el de su vecina revela. Aquella barba, sobrado perminente, aquellos ojos de ave nocturna, aquella curvatura de su nariz me están pronosticando con su fatal simbolismo que en cuanto esa joven cumpla los treinta y seis años no será mujer, sino una momia egipcia de las desenterradas, una endiablada bruja, un Mefistófeles hembra, una cariátide viviente, una…

—Basta, hombre, basta. Estás abusando de tu sabiduría de un modo deplorable. Pero voy á hacer una morisqueta á tu sabiduría. ¿Qué apostamos á que ninguno de los pretendientes de Teresita se ha acordado para maldita la cosa del perfil de su cara?

—¿Usted los conoce? porque me ocurre una idea.

—Lo de siempre: ya te saliste de la cuestión.

—Verá usted como no. Yo no diré que todos hayan reparado en ese defecto, puesto que para eso se necesita ser un artista ó tener muy buen gusto. Pero vamos á otra cosa: usted conoce á la mayoría de sus pretendientes, yo me trato con alguno. Preguntémosles la causa de su retirada, apuntemos los valores de estas causas, adicionemos á los valores las probabilidades que resulten y la suma total nos dará la verdad definitiva.

El paso va á ser ridículo—repuso don Fausto, acordándose sin duda de que frisaba en los cincuenta y debía aparecer como persona sesuda y respetable.

—Ridículo ¿por qué? No quería usted satisfacer su curiosidad á todo trance?

—¿Y vamos á ocuparnos en semejantes niñerías?

—Esas niñerías entrañan tal vez una enfermedad social. ¿Por qué se encuentra usted soltero? probablemente por alguna niñería. Conviene pues, estudiar el problema y escuchar la opinión de los hombres reflexivos. En resumen, que mañana á las tres de la tarde estoy aquí. Iremos á ver al teniente Antúnez, exnovio de su vecina de usted y amigo mío. No se hable más del asunto, insigne de Fausto. Hasta mañana.

—Hasta cuando tú quieras.

Y Arsenio, después de limpiar los lentes y ponérselos con su habitual delicadeza, se despidió del antiguo compañero de su padre, el capitán Ordoñez, y salió del cuarto con aquel aire de conquistador, de suficiencia, de hombre que pisa fuerte y se estima en mucho, característico y peculiar de su personilla.

CONTINÚA: Lo que inventan los hombres (conclusión)

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José M. MATHEU.

Madrid, 1891.

Publicado originalmente en
El álbum iberoamericano
Madrid 7, 14 y 22 de junio de 1891

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