TRES AL SACO, Y EL SACO EN TIERRA.

saco31

PROVERBIOS ESPAÑOLES

TRES AL SACO, Y EL SACO EN TIERRA.

No hay que extrañar el movimiento que se observa en casa de D.a Josefa Rosales; es día de días, es el santo de Perico, su hijo mayor, y circunstancias como la presente han producido siempre una revolución completa en este pacífico domicilio.

Desde muy temprano principia la limpieza, y sacudidores, plumeros y zorros, hábilmente manejados, dejan los trastos, que no parece sino que acaban de sacarlos del almacén nuevecitos y flamantes.

La polilla, que ha estado largo tiempo en tranquila posesión de cómodas y baúles, se alarma, como es natural, en ocasiones semejantes, y todos los trapos salen á relucir y ventilarse un poco al balcón antes de ponérselos sus dueños.

La casa, montada medio á la antigua, es de ésas en que todavía para celebrar santos y cumpleaños se obsequia á las visitas con dulces y licores, unos y otros confeccionados en ella; así es que el ama anda, desde ocho días antes, hecha un azacán, sin hueso que bien la quiera.

Pero vamos al cuento.

Trátase de hacer un sacrificio: el ara (alias tajo) está dispuesta, preparado el verdugo (vulgo fámula), y las víctimas, que son dos palomas, que con nadie se han metido (en cuyo caso suelen encontrarse la mayor parte de las víctimas), esperan en un rincón, bien ajenas de que se conspira contra su existencia.

Manuela, atado á la cintura un mandil de estopa, y cuchillo en mano, contempla con lástima á los animalitos, los cuales parece que la piden misericordia, ya alzando sordos arrullos, ya hundiendo, como si quisieran ocultarse de su vista, el pico de color de rosa y la inocente cabeza entre la suave pluma del cuello y debajo de las alas.

Compréndese desde luego el abatimiento y la inacción de la criada, sin más que ver la belleza y mansedumbre de las palomas, tan parecida la una á la otra como dos gemelos. Las dos son blancas como el campo de la nieve, las dos están calzadas de pluma azul, y las dos tienen collar y pechuga de color de tórtola con visos tornasolados. Y aun se comprenderán mejor el abatimiento y la inacción de Manuela, sabiendo que ella echó siempre de comer á los animalitos; que ella les puso el agua en el bebedero; que está acostumbrada á verlas y á oirlas de la cocina al pasillo, y del pasillo á su cuarto, y que ya la conocen tanto, que muchas veces acuden á tomar el trigo ó las algarrobas en su propia mano, y la siguen como dóciles corderos cuando las llama imitando sus arrullos.

Son las doce del día; las palomas tienen que estar guisadas y dispuestas para las cuatro, que es la hora de comer; el ama ha dado sus órdenes al efecto, hace buen rato, y Manuela no lleva trazas, según parece, de activar la comida. Pero D.a Josefa es una pólvora, y no la dejará permanecer mucho tiempo cruzada de brazos. No digo? Ya la tenemos en la cocina; oigámosla.

—Pero, hija, — dice,—todavía estamos así? Jesús! Jesús! ¡Cómo se les pasea á ustedes el alma por el cuerpo! Con la hora que es!

—Pues qué hora es?

—No la ha oído usted?

—No, señora.

—Ustedes nunca oyen lo que no quieren. Le digo á usted, Manuela, que estoy de usted hasta por encima de las cejas. Vamos á ver , ¿por qué no ha matado las palomas?

Manuela da la callada por respuesta.

—¡Jinojo, que le hacen ustedes á una decir cualquier desatino! Responda usted; que no soy costal. ¿Por qué no las ha…

—Porque no sé.

—Qué lástima! Picardías, es lo que no saben ustedes. ¿No le he dicho que se les corta la cabeza con el cuchillo?

—Pues yo creo que lo que se hace es ahogarlas, apretándolas el pescuezo ó el corazón.

—Enhorabuena, no porfiaré; el caso es despachar cuanto antes, sea como quiera.

—Bien, señora.

Desaparece de la cocina D.a Josefa, y Manuela se dirige de repente á los animalitos, resuelta sin duda á dar fin de ellos; en efecto, coge uno, cierra los ojos como quien va á tragarse un vaso de quina, y… oye un arrullo, que para ella tiene más elocuencia que todos los discursos de todos los oradores del mundo, y suelta la paloma, y vuelve á su indecisión eterna, y así pasan cinco minutos, y luego otros cinco , y después cinco más, y pasa hasta media hora, al cabo de la cual repite D.a Josefa su visita á la cocina. Al ver vivas las palomas, exclama furiosa:

—Criatura, ¿usted se ha propuesto que la ponga hoy en la puerta de la calle?…. A ver, Manuela, ó mata las palomas, ó ya puede coger el cofre y largarse con viento fresco.

—Señora, —responde Manuela , después de una breve pausa,—no las mato.

—Ahora salimos con ésas?

—Mátelas usted, y yo las guisaré ; yo no soy mujer para matar una mosca ni para verla morir; ea, ya lo sabe usted.

—Pero, mujer… ¿no se hace usted cargo de…

—A mí qué daño me han hecho? Mire usted… si fueran gallos ó cosa así, no digo que no me determinaría…

—Pero, hija, si todos dijesen lo mismo, no sé qué habían de comer las gentes.

—Cómo hemos de remediarlo, señora? Dios le ha hecho á una así, y genio y figura hasta la sepultura.

—Venga acá, venga el cuchillo,—dice D.a Josefa á la criada;—verá usted qué pronto despacho yo.

Dale Manuela el cuchillo, apodérase el ama de una paloma, blande el instrumento fatal, y en el instante de ir á degollar la víctima, dice:

—Aprenda usted de mí; ve usted? Ya no falta más que descargar el golpe; todo es obra de un minuto.

—Pues descárguelo usted, señora,— observa Manuela, apartando la vista del sangriento espectáculo que se prepara. Pasado un momento, añade:

—¿Despachó usted?

—Qué he de despachar!—dice el ama, soltando la paloma.—¡Capaz será de permitir que se me manche el vestido! ¿Cree usted que si no fuera por el vestido nuevo…

—Señora, en todo consentiré, menos en tocar yo á las palomas.

—Está bien,—replica el ama,—está bien; ¡vaya una criada de fuste! Cualquiera que sepa que ni siquiera es para ahogar un ave, se hará cruces.

—Buenas entrañas tendrá él!

—Mujer… encárguese usted de una, y yo me encargaré de otra.

—No se canse usted, señora; mándeme usted lo que quiera, y lo haré; pero lo que es eso!

Doña Josefa había calculado que una vez decidida Manuela á matar una paloma, la muerte de la compañera sería segura; pero se ha llevado un solemne chasco; así es que se ausenta de la cocina, y en la sala refiere á Perico de pe á pa lo ocurrido con la muchacha.

Llénase de asombro Perico al oír tales rasgos, porque, aunque el mozo es un castillo, tiene su corazón á la izquierda, como cualquier hijo de vecino.

—Vaya un par de apuntes para un empeño!—dice á su madre, echándolas de tremendo.—Apuesto á que una gallina tiene más corazón que ustedes. Ea, madre, ánimo… y andando!

—Sí, sí! —responde la madre, — ¡como no comáis otras palomas que las que yo mate! Si no sirvo para nada, ya lo sabes; ¿á qué viene ahora… Y tú mismo, tú mismo, que me llamas gallina, acaso no te atreverías á… Acuérdate de lo que sucedió el otro día con

Mariquilla…

—El caso no es igual.

—Después de tantas valentías y de tanto burlarte de todos nosotros, no tuviste valor para arrancar con una hebra de seda el diente á la niña, á pesar de que se le meneaba como un cencerro, y hubo que llamar á la vecina.

—Venga un abrazo, madre; tiene usted razón, tampoco soy para esas cosas; llamemos otra vez á la vecina, y no hay que contar á nadie el caso, no sea que se rían de nosotros y nos apliquen el refrán que dice: Tres al saco, y el saco en tierra.

—El que se ría de nosotros mostrará que tiene mal corazón,—responde D.a Josefa;—por mi parte, nunca podré menos de compadecer á todo el que se mofe de sentimientos que, por ridículos que parezcan á algunas personas, son dignos de respeto y aun de alabanza.

Pronunciadas estas palabras , se dirige D.a Josefa á la cocina, y dice á la criada:

—Manuela, no mate usted las palomas; la vecina las matará, y en premio de los buenos sentimientos que usted ha manifestado, desde el mes que viene ganará dos pesetas más en mi casa.

—Pues entonces, porqué se enfadaba usted tanto?…

—Calle usted, por Dios, calle usted; lo que dice el señorito: estamos buenos apuntes para un empeño!

FIN

Ventura Ruiz Aguilera

vruizfirma

 

 

PROVERBIOS ESPAÑOLES (primera serie)

Publicado en Madrid en 1884

LIBRERÍA DE DON LEOCADIO LÓPEZ.

 

 

 

EL COCHE DE PLAZA

pab897

EL COCHE DE PLAZA

Toma la palabra un cochero, y dice:

≪Pues señor, como digo, ayer a las siete de la mañana saqué el carruaje de la cochera, y enganché el caballo, a quien me costo gran trabajo despertar, lo que me sucede todos los días con el animalito; y es, según he podido comprender, que como cuando vuelve a la cochera cada noche, cree que no va a volver a levantarse,—tal está de cansado, hambriento y desesperado de su condición, —cuéstale mucho por la mañana convencerse de que todavía no se ha muerto.

Enganchado el caballo, entróme en la tienda de la esquina, tomé dos medias copas, que aunque no dan mas aguardiente en dos medias que en una entera, me gusta mas tomarlo en dos, porque siempre dos son más que una; subí después al pescante, puse en su lugar la tablilla, que prueba la venalidad del dueño del carruaje, dí un latigazo al jamelgo, y me dirigí al punto.

No bien había dejado la fusta sobre la tapa del coche, y dado los buenos días a mis compañeros que se hallaban allí, y sacado del bolsillo el numero de un periódico, que lo compramos entre todos todas las noches, y cada noche se lo lleva uno, que no por ser cocheros nos deja de gustar saber noticias y ver como le ponen al Gobierno, cuando un hombrecillo bajo, gordo, con hongo y un saco de noche en la mano, abrió la portezuela y se me entró en la berlina, diciendo:

—¡A Valladolid!

—¿A donde? le pregunté con asombro, al mismo tiempo que el caballo, que había oído donde quería ir aquel caballero, derramaba dos lagrimas y enderezaba las orejas.

—¡Hombre! a la estación del ferro-carril he querido decir, contestó mi hombre; ¡estoy tan aturdido!….. Anda, añadió, anda deprisita, que mi mujer esta de parto en Valladolid, y hace mucho tiempo que no la veo, y estoy rabiando por verla.

Y como al caballo le cogía un poco descansado, en un momento llegamos a la estación: bajóse mi hombre, alargóme un napoleón, yo no tenia cambio; fui a buscarlo, me entretuve en los puestos donde fui a cambiar la moneda, sonó el pito de la locomotora, mi hombre entraba y salía de la estación a ver si le llevaba el cambio, me llamaba, yo buscaba el cambio, sonó otra vez el pito, y mi hombre desapareció sin duda en dirección a Valladolid, sin atreverse a llevarse el coche en cambio del cambio, y resultó que yo había cobrado un napoleón por una carrera que vale una peseta.

—No empieza mal el día, me dije; y allí mismo, antes de que me tomaran otra vez, echóme otra copa de aguardiente al cuerpo, y volví a dirigirme al punto; ya estaba a punto de llegar al punto, cuando una señora, con el velo echado y un airecito de buen tono, que nadie conoce estos aires como los cocheros, me llamó, y montando en la berlina, me dijo:

—¡A la Castellana!

—Temprano va a paseo esta señora, me dije; y me dirigí hacia la Castellana.

Cuando llegamos vi otra berlina parada, que no era por cierto de alquiler.

pab305La señora bajó de mi coche y se dirigió a la berlina, y un momento después, el cochero de la berlina vino a darme una peseta.

Confieso que me dolió esta humillación de recibir dinero de un cochero mas servil y menos independiente que yo, y fuíme murmurando de mi suerte, de aquel cochero, y sobre todo de la señora aquella que tomaba un coche para ir a la Castellana y le daban otro para pasearse.

Y volví a dirigirme al punto, cuando un caballero muy limpio y compuesto me detuvo con un gesto, y me manifestó su deseo de que le llevara a casa de un ministro, que ya sabía yo dónde vivía, por haber llevado allá muchos pretendientes. Entró en la casa, y bajó luego murmurando:

—¡No está!…. ! No está!…. ; Si estuviera donde yo dijera!…. y me dijo: ≪!Al ministerio!≫ Llegamos al ministerio; entró mi caballero, y a poco volvió a bajar, apretando los puños y con un gesto de dos mil demonios, y se metió en el coche.

—Aquí voy a esperarle hasta el día del juicio, exclamó cuando estuvo dentro del coche.

Yo, que lo oí, acurruquéme a dormir, confiado en que si esperábamos allí el día del juicio, ya me despertarían las trompetas.

Y en efecto, las trompetas me despertaron, pero no eran las del juicio, sino las de la guardia que iba a la parada; el caballo creyó sin duda que eran las del juicio efectivamente, y sin darme tiempo de contenerle, salió a escape en dirección al Prado, sin parar hasta la fuente de Neptuno.

El caballero que iba en el coche gritaba: —¡Para, animal! —¡Me pierdes!—!Ya habrá ido! —!Ya no le puedo ver hoy!…. !Bárbaro, para!

Y en cuanto paró la berlina, salió lanzándome los más vergonzosos epítetos, y echó a escape con dirección a la Puerta del Sol.

Yo, como no me había pagado, empecé a gritar: ≪!A ese! !A ese!≫ y un soldado le detuvo, poniéndole la bayoneta al pecho, que no sé como no lo atravesó.

Negábase a pagarme; pero al fin, respetando a la autoridad de un inspector de policía, se convino a satisfacerme hora y media, convencido a fortiori de que si el caballo se había desbocado después de hora y media de tomar él el coche, la hora y media pasada antes era un hecho consumado, uno de esos hechos que hay que admitir, porque no hay otro remedio.

Haciendo mis reflexiones iba yo en mi pescante, cuando un joven me tomó y me dijo que le condujera a la Vicaría.

Ganas me dieron de llorar al oírle, pensando en el paso que iba a dar aquel mozo.

¡Tantos he llevado yo a la Vicaria guapos, elegantes, alegres, que luego los he visto siempre a pie, tristes, estropeados y envejecidos!…

Pagóme una carrera y allí se quedó, hablando a la puerta de la Vicaría con dos que le esperaban, y que por lo satisfechos y alegres que parecían estar, debían ser los testigos de la desgracia de aquel joven incauto.

Y ya había llegado a la Puerta del Sol sin encontrar quien me tomara, cuando me tomaron dos señoras, una vieja y otra joven, que tardaron veinte minutos en hacer entrar las faldas dentro del coche y en terminar el dialogo siguiente:

—Hija, levanta, que me pisas el vestido.

—Mama, hásgase V. allá, que me chafa las mangas.

—¡Que coche tan tronado!

—¡Y sin bigotera!

—Ya estará Julio esperándonos.

—Pues yo no he tenido la culpa; ¡pero como tardas dos horas en vestirte!…

—Como que no encontraba las medias ni me acordaba donde las había puesto.

—¡Como que eres una descuidada! ¿A quién se le ocurre guardar las medias en el bolsillo de la bata?

—¡Toma! cuando me las quito, siempre las guardo para que no se pierdan….. V. las deja debajo de la cama, y luego, cuando barre por la mañana, las suele tirar a la basura.

—¿Dónde vamos? pregunté yo.

—Espérese V., hombre, me dice la mamá, que la niña se está poniendo una liga.

Y prosigue hablando con la niña:

—Vamos, despáchate, hija.

—Mama, mire V. si tengo bien hecha la castaña.

—Sí, sí, nadie dirá que no es tuya.

Y acto contínuo me dice la vieja:

—¡A la Vicaria!

—¡Ay de mi! exclamé; esta es la novia del otro.

—Y en efecto, cuando bajaron del carruaje las dos señoras, recibiéronlas el novio y los testigos, que estaban a la puerta, con grandes señales de satisfacción y contento.

Volvíme encomendando a Dios al pobre victima, y un hombre joven, con aspecto de trueno,—que los cocheros los conocemos muy bien,—se entró en la berlina, diciéndome:

—Por la ronda, por donde quieras.

Salimos por la cuesta de la Vega, dimos dos vueltas a Madrid, y mi hombre sin salir del coche.

Iba hablando solo, y bastante alto, creyendo que yo no le oiría.

—Es preciso, decía…. Por un lado 10,000, por otro 4,000, por otro 8,000, por otro el sastre, la patrona…. Con diez golpes me armaba; pero, si, si…. ¡Nada! ¡lo dicho! así se quedan todos iguales….

Y no sé cuando hubiera terminado el paseo, si no hubiese pasado un joven a caballo, a quien mi parroquiano llamó, y oí que le pedía diez duros, que aquel le dio.

Tranquilo yo respecto del pago del coche con los diez duros que había recibido mi hombre, que ya empezaba a darme que sospechar, encaminé mi caballo al café del Iris, según la orden que recibí.

Entró el joven en el café, y como pasara mas de una hora sin manifestarse, entreabrí las vidrieras para cerciorarme de que allí estaba, pero no le vi; entré en el café, y nada…. y salíme avergonzado, porque los mozos se reían de mi al saber el chasco que me había dado el señorito, entrando por la calle de Alcala y saliendo por la Carrera de San Geronimo.

Juré cruzarle la cara con el látigo cuando le echara la vista encima; pero este juramento no me dio los veinticuatro reales que importaban las tres horas de coche.

Y cuando iba trinando mejor que la Penco y descargando mi furia en el penco que tiraba del carruaje, un hombre de mala facha me paró y me dijo:

—¡Al Saladero!

Fuimos al Saladero, y cuando salió mi hombre, le acompañaba otro de no mejor facha, que entró con él en el carruaje.

—A la taberna de la calle del Salitre, me dijeron.

Durante el camino pude oír parte de la conversación de aquellos dos hombres.

El que me había tomado, decía:

—¡Que bien nos ha venido que te pongan en libertad!

—¡Que! ¿Hay algún negocio?—preguntaba el otro.

—¡Ya lo creo! Y que nos valdrá treinta onzas a cada uno….

—Mira, que estoy muy escamado.

—No tengas miedo, es casa segura, y a la criada la camelo yo.

Despidiéronme con una buena propina, cosa que no me extrañó, porque me parece que a aquellos dos individuos no les costaba gran trabajo ganar el dinero.

En la calle de Santa Isabel me detuvo una pobre señora, y me hizo acercarme a una puerta, de donde salió, sostenido por dos hombres y rodeado de niños, un hombre enfermo con semblante cadavérico, quien después de besar a la señora y a sus hijos, entró con la primera en el coche. Los niños lloraban, la señora y el enfermo y los que le sostenían lloraban también, y yo creo que hubiera llorado si no hubiese sido cochero.

Uno de los que habían ayudado al enfermo a subir al coche, me pago una hora y me dijo:

—¡Al hospital!

Durante el camino la mujer lloraba, y el enfermo la consolaba.

—Allí me pondré bueno, decía; ya ves que en casa no tenemos para médico y botica, que los niños tienen que comer, y mi enfermedad les privaría de todo….

—¡Pobres de nosotros! exclamaba la mujer.

Y allí quedó, en el hospital, y media hora después volví a traer a su casa a la señora, que lloró aquel día más que otras mujeres en toda su vida.

Fuíme después de este viaje a relevar el caballo, a las tres de la tarde ya estaba en el punto otra vez, donde no me detuve mucho, porque dos caballeros me tomaron y me llevaron, es decir, yo los llevé, digo, el caballo nos llevó a un entierro.

Durante todo el camino, los dos caballeros hablaron de todo menos del muerto; hablaron de mujeres, de política, de teatros, de viajes, de proyectos para hacerse ricos, y cuando volvimos sucedió tres cuartos de lo mismo.

Aun lleve a uno de aquellos señores a cierta casa que yo se que es de juego, y a otro a la redacción de un periódico, sin duda a poner un elogio del muerto, y a decir que el estaba inconsolable y le había acompañado a la ultima morada.

Hasta después de anochecer descansamos mi caballo y yo.

Luego fui hasta las puertas de todos los teatros de Madrid, atropellé a un chico, a una vieja y a un perro, y de estos atropellos salí sin novedad, gracias a la desesperación del caballo,—que algunas veces los caballos de estos coches corren con un valor que es mas temeridad, y que tiene por objeto reventar, que los caballos de estos coches son muy propensos al suicidio;— llevé a un marido a buscar a un cirujano, a una mujer a buscar a su marido que estaba en la timba, a un herido,—a este gratis para mayor dolor,—a una casa de socorro, y a un borracho a la suya.

Y a la una estaba ya en la cochera.

Ayer no fué un gran día de trabajo.

Como mi coche es berlina de dos asientos, me pierdo muchas bodas y bautizos, y algunos desafíos, porque estas solemnidades requieren coches de mayor cabida.≫

sep7b

CARLOS FRONTAURA

Publicado originalmente en

Caricaturas y retratos

Madrid – 1868

El Quijote de la boardilla.

pab135

El Quijote de la boardilla.

Era un ente extraño y estrambótico el vecino de la boardilla. Vivía en ella completamente solo, y, a no ser por la portera (unico ejemplar de la especie humana con el cual se comunicaba), tomárase a D. Miguel por uno de esos filósofos recalcitrantes que odian al prójimo y viven y mueren en el mundo como plantas parásitas.

D. Miguel vivía como el caracol, siempre metido en su concha, y solo se permitía el exceso de salir de ella una voz al mes.

Cosa extraña era, a la verdad, tal régimen, y mas extraña era la catadura que ofrecía el dicho inquilino cuando salía a la calle a hacer su visita mensual.

Y si extrañas eran estas circunstancias, no le iban en zaga los atavíos con que adornaba su escuálida, amojamada y peregrina personalidad.

Eran aquellos unos zapatones de cuero con mas años, acaso, que céntimos tiene una peseta; unos pantalones azules de ancha campana, tan ancha, que se podía tomar muy bien como modelo en tela de la célebre de Toledo; un chaleco con solapas de a tercia; un gabán de color indefinible, largo, ancho y lleno de lamparones; y como remate un sombrero de copa, coetáneo de los zapatos, y todo el lleno de bollos y con el pelo planchado al revés por los anos.

A esto, que le daba aspecto de trapero de tiempos de O’Donnell agréguense una bufanda de lana que D. Miguel malamente se anudaba al cuello, y un bastón, mejor cayado, en que apoyaba su descarnada diestra, y burla burlando hemos dado a conocer los trapitos con que el vecino de la boardilla se emperejilaba para efectuar su excursioncita mensual.

Era también de notar que siempre que regresaba de esta volvía acompañado de un mozo de cuerda que traía a la mano y con sumo cuidado varias cosas de formas y hechuras heterogéneas, muy envueltas en periódicos y atadas con bramantes.

La ociosidad, dicen, es madre de todos los vicios; pero yo tengo que la curiosidad lo es de todas nuestras flaquezas morales.

Y digo esto al tanto de que, no siendo muy amigo de entablar conversación con porteras, decidí preguntar a la mía la vida y milagros del inquilino de la boardilla.

D. Miguel (según la portera, que se precia de saber de todo un poco) era un D. Quijote; pero no como el famoso andariego, desfacedor de entuertos y azote de malandrines. !Quia! D. Miguel hacía quijotadas muy distintas, pero archifenomenales y estupendas, eso si. !Como que se había declarado nada menos que Quijote de las alturas, o, mas propiamente, escudriñador y defensor de las cosas que giran y ruedan en el cosmos! Era aquella la gran chifladura, la non plus de las chifladuras.

—Si viera usted, señorito—decía Isabel,—que chirimbolos tan relucientes, que antojos (1) tan largos y que papeles con colorines usa D. Miguel, se quedaba patidifuso.

Toda la boardilla la tiene llena de esos cachivaches. !Aquello es la mar!

—Y ¿qué hace con ellos?—pregunte.

—Pues mire usted, señorito: en casa anda D. Miguel con una bata negra muy larga y un gorro encarnado que concluye en punta.

—¡Estará guapo!

—Lo que es eso… no; da miedo. Pues bien: D. Miguel, durante el día, se sienta en un butacón delante de una mesa atestada de papeles con números y signos, y desde que se levanta hasta que anochece está dale que dale, echando cuentas y tirando rayas. Hay díia que no come, ni bebe, ni fuma: !tan metido esta en eso de la destronomia!

—¿Astronomía?

—Si, eso es, según el me dice.

—Muy embebido esta en ella cuando tal hace.

—Usted no lo sabe bien: si le salen mal las cuentas se pone furioso, se tira de las barbas, llora como una Magdalena, y se mete en la cama y se arropa en ella, como los niños cuando creen que va a venir el coco, y algunas mañanas, cuando le subo la comida, le he visto así y le he dejado; porque, si no, es capaz de tirarme a la cabeza lo primero que halle a las manos.

—Y ¿qué hace así acostado?

—Yo creí, al principio, que rezaba; pero luego he observado que echa las cuentas de memoria. Y cuando le salen bien estas, !Jesus, Maria y Jose! ¿Usted sabe lo contento que se pone? Como que me abraza y me da una peseta u tres, según lo que lleve en los bolsillos.

—!Que cosa mas original! Y por las noches… ¿se acostara?

—!Quia! No, señor: se las pasa en vela.

elquijore...

Anoche me dio curiosidad de ver lo que hacía, y… !condesines!… toda la santa noche se paso mirando por un antojo.

—¿Anteojo?

—Si, señor; antojo, antiojo o anteojo, no se como se llama: un estrumento que reluce como el oro y se parece a un tubo de cañeria.

—¿Es largo?

—Mas que la paciencia de un pobre; lo menos tiene cuatro varas: ya ve usted.

!Como que sale de la ventana mas de una vara!

—¿Será algún telescopio?

—Eso es mismamente. Pues anoche, a pesar del frío que helaba las narices, don Miguel tuvo abierta la ventana de la boardilla, y el sin quitar ojo a mirar las estrellas con el telespoco ese. A veces se levantaba, iba a la mesa, cogia un compás, luego la pluma, garrapateaba un poco en el papel, y vuelta a mirar.

—!Ese D. Miguel debe de ser un sabio!—exclame admirado.

—!Ya lo creo que si, señorito! Y si le oyera usted hablar de destronomía, astros, planetas, cometas, estrellas, zodiacos, perijiles y apogeos, eclises, y que se yo que mas relación, se quedaba usted bizco.

—Dios no lo permita.

—Vamos, es un decir. Hace dos años, por ahora precisamente, que le dio a don Miguel la manía de salirse al tejado con unos lentes y otros artefatos, y el sereno, al verle, creyó que el diablo habla abandonado el infierno para bajar a la boardilla… y dio parte al ispetor de la secreta, y gracias a que este senor era una persona deslustrada, que, si no, mete al bueno de D. Miguel en chirona. Y mire usted, lo hubiera sentido, porque desde que esta en la casa ya no necesito comprar todos los años, como antes, el Zaragozano, porque el me dice cuando va a llover, cuando va a hacer sol y a soplar el viento y a eclisarse la luna.

Cuando aquello del ciclón, el me lo dijo un mes antes.

—Y ¿por qué no anuncia en los periódicos sus apreciaciones?

—!Ta, ta, ta! Porque hay por ahí muchos envidiosones, y luego, que D. Miguel es muy modesto y no quiere que nadie sepa nada de lo que el hace; que si no fuera así, y a el le diera por figurar, a estas horas estaría de maestro en el Oservatorio.

—Y ese señor no tiene familia? ¿es solo?

— Esta casado y tiene un hijo, pero se ha separado de ellos, porque dice que no le dejaban a sus anchas con su destronomía.

—¿Es rico?

—No, señor; vive del sueldo que cobra como coronel retirado.

—He observado que nunca sale.

—Todos los meses una vez, que es cuando va a cobrar la paga. Y por cierto que mas de la mitad de esta se la gasta en librotes mas grandes que misales y en estrumentos de su arte. !Y le digo a usted, señorito, que el tal D. Miguel es un sabio de los de punta! Pero como es así, tan encogido de genio, no hará carrera en lo poco que le resta de vida.

Aqui terminó su relato la portera, y yo me quede pensativo, exclamando para el cuello de mi camisa:

—¡Que haya todavía Quijotes en el siglo XIX! ¡¡Y Quijotes astronómicos!!

Y, sin embargo, a pesar de hacer tales reflexiones, hoy cada vez que veo al inquilino de la boardilla, siento que mi alma se entristece, porque la chifladura de don Miguel es hermosa y sublime… !que se yo!… pero la ciencia en manos de tal es tan desdichada como puede serlo una rosa en las manos de una coqueta.

(1)-Lease anteojos.

Alejandro Larrubiera y Crespo

Publicado originalmente en

Biblioteca Selecta

Alejandro Larrubiera

Hisstorias Madrileñas

Valencia

Pascual Aguilar, Editor.

LA HUCHA

HUCHA1

LA HUCHA

Habiendo quedado huérfanos Gabriel y Luis cuando eran muy niños, fueron confiados á su tutor, un amigo muy querido de su padre que le había apreciado principalmente por su honradez y su laboriosidad. Don Tiburcio, que así se llamaba, había aceptado sin replicar la misión que su buen compañero le diera y sin averiguar si los niños tenían algún dinero para educarlos, mantenerlos y vestirlos, que á él no le faltaba un buen sueldo para llenar cumplidamente aquellos deberes tan sagrados. Pero á los pocos días de tener á su cargo á las dos criaturas comprendió que no podría solo atenderlas y que no bastaba que él hiciera las veces de padre sino que necesitaban también una madre. Y este fué el motivo por el que Don Tiburcio se casó con Doña Generosa, una prima suya en cuarto grado á la que había tratado poco, que no era ya joven, pero de la que le dieron muy buenos informes sus parientes y amigos. Aquella era la esposa que le convenía, de carácter dulce y apacible, honrada, económica, muy cariñosa con los niños y muy buena mujer de su casa. Gabriel tenía entonces seis años y Luisito tres.

Generosa empezó por corregir algunos abusos, como ella los llamaba. En casa de Tiburcio había dos criadas; echó á una y rebajó el salario á la otra. Se hacían allí dos comidas fuertes, además del desayuno y la merienda. Ella dejó el desayuno trocando la taza de café con leche por una jicara de chocolate hecho con agua y el bollo por un pedazo, no grande, de pan; les dio á las doce una comida modesta y poco abundante y por la noche, para cenar, otro chocolate como el de la mañana ó unas sopas. Nada de merienda, esta quitaba la gana de cenar á los niños y si comían mucho dormían después mal.

—Tu trabajas ahora, decía á su marido; pero cuando seas más viejo ¿qué harás, si no has ahorrado nada?

El pobre Tiburcio, que siempre había sido de carácter muy débil, se sometía á todos sus deseos y llegó un día en que no pudo ir al café con sus amigos, ni fumar, ni leer un periódico, porque su mujer no le permitía que tuviese dinero.

En cuanto á los niños, como cobraban más que una corta pensión, de ella se descontaba todo lo que se gastaba para los dos, y si quedaba algo, Generosa se lo daba para que lo echasen en una hucha que había comprado para cada uno, á fin, decía, de enseñarles desde su más tierna infancia á ser arreglados y económicos.

Como Luis era tan pequeño no dejó de aficionarse á aquel sistema de ahorro, que en todo veía, estando muy satisfecho cuando su hucha pesaba mucho. En cambio, Gabriel llevaba muy á mal que no le dieran algunos cuartos para comprar juguetes, lápices y alguna golosina. Las huchas de los niños estaban guardadas en el armario donde tenían su ropa, y la mujer de su tutor los amenazaba con los más severos castigos si las tocaban.

—¿Pero, no es nuestro este dinero? preguntaba á Tiburcio el niño mayor.

—Sí, hijo mío, respondía él, y Dios le libre á nadie de quitároslo, pero… pero…

Y el buen hombre no salía de ahí, porque no encontraba ninguna razón que dar al muchacho.

—¿Por qué la llaman á V. Generosa, dijo otro día Gabriel á la mujer de Tiburcio.

—Porque nací el día de Santa Generosa, el 17 de julio, contestó ella sin comprender al pronto la intención del chico.

—¡Ah, vamos! como se llama Blanca la vecina de enfrente, que es mulata, y Don Probo el usurero de la casa de al lado.

—¡Insolente! gritó Generosa.

Pero el niño tenía en su rostro una expresión tan inocente y tan tranquila, que creyó que no había tratado de faltarle.

En aquella época Gabriel había cumplido once años y ocho Luis.

Iban al colegio siempre juntos, una escuela que costaba poco, pero en la que el niño mayor aprendía bastante porque era muy listo y aplicado. Quería mucho á su tutor y á su hermanito y trataba también de dar su afecto á Generosa; pero como á esta no le importaba más que el dinero, era un tanto desabrida con Tiburcio y sus pupilos.

Una mañana, en que el buen hombre había ido á sus ocupaciones habituales y Luisito no había podido salir por estar algo enfermo, Gabriel se marchó solo á la escuela, de la que volvió á la hora acostumbrada.

Entró en la alcoba del pequeño y le enseñó un peón y una caja de soldados. El pobre Luis se puso muy contento á jugar con Gabriel; pero, pasado el primer entusiasmo le dijo:

—¿De dónde has sacado el dinero para comprar esto?

El otro hizo como que no lo oía; pero el muchacho, sin añadir palabra, se fué á la habitación contigua, abrió el armario, y halló las dos huchas; las cogió, viendo que la de su hermano pesaba un poco más que la suya. Esto le tranquilizó; Gabriel no había tocado su dinero. Sin duda aquellos objetos se los habrían dado en el colegio ó tal vez se los hubiera regalado Tiburció; pero, ¿cómo podía hacerlo si estaba tan pobre como los chicos?

Creyéndo…Gabriel que Generosa le había llamado, corrió hacia él cuarto de ésta y extrañó mucho que la puerta estuviese cerrada. Dio unos golpecitos en ella y no obteniendo contestación, temeroso de que le hubiere ocurrido algo, miró por la cerradura en la que estaba mal puesta la llave.

Generosa se hallaba allí muda, absorta, de pie delante de una mesa en la que había varios montones de oro y plata, billetes de Banco y títulos de sociedades de crédito. Los iba tocando uno por uno, gozosa, sonriente, casi bella, cuando tan fea era de ordinario, transfigurada por su amor al dinero, el único afecto que sentía.

Gabriel se quedó pensativo. ¿Para qué quería aquella mujer esas riquezas, si no conocía el placer de vivir con holgura y de hacer el bien? ¿Era posible que fuese dichosa sólo por el gusto de ver y tocar una fortuna que, no gastándose, para nada valía?

El comprendía que se coleccionaran los libros que instruyen, los cuadros y las estatuas que encantan por lo hermosas, las antigüedades que revelan grandezas pasadas, pero ¿el dinero?

Seguía mirando con el mayor asombro y vio que Generosa encerraba su oro y su plata en cajas y los billetes y los títulos en carteras. Pero antes los acariciaba con los ojos y con las manos, con una expresión de ternura que él no le conocía.

Todo fué guardado en el cajón de una mesa, del que quitó la llave que escondió en su pecho.

El niño se alejó con profundo disgusto, y cuando volvió al lado de su hermano, éste le encontró preocupado y distraído.

hucha4b

—¡Qué divertido es jugar! exclamó Luis que tenía formados los soldados y daba por vigésima vez cuerda al peón.

—Sí, respondió Gabriel, infinitamente más que tener el dinero en la hucha.

En aquel momento oyeron música en la calle y una voz de niña cantaba implorando la caridad pública. El niño mayor se acercó al balcón y vio á un anciano ciego que tocaba una guitarra y á su lado á una chicuela de pocos años, pálida y delgada, cuyo cuerpo apenas cubrían unos miserables andrajos.

Gabriel corrió al cuarto de al lado, sacó su hucha, la rompió y cogiendo un puñado de monedas se lo arrojó á la mendiga, que le dio las gracias con una sonrisa llena de dulzura.

En tanto Luis vio con el mayor asombro que la hucha de Gabriel no contenía mas que tres ó cuatro monedas de plata y que había en cambio muchas de cobre; él sabía que allí debía de haber algunas pesetas más.

—¿Qué has hecho de la plata que tenías? le preguntó.

—He cogido á granel; no sé si habré echado á la calle plata ó cobre. He dado por los que no dan.

Aquello aumentó la preocupación de Luis; ¿habría sacado Gabriel el dinero por cualquier medio que él ignoraba y habría comprado los juguetes? Estaba muy contento con ellos, pero le tenía pensativo aquel temor. ¿Qué diría Generosa al ver rota la hucha, ella que no hacía una limosna jamás?

Cuando llegó Tiburcio, mientras Gabriel estudiaba sus lecciones para el día siguiente, el hijo menor enteró al que ha

cía con ambos las veces de padre, de lo que había ocurrido durante su ausencia.

hucha5Entonces el tutor le dijo:

—No desconfíes de tu hermano, hijo mío, y oye lo que ha pasado, puesto que no hay más remedio que contártelo. Esta mañana salí yo á cobrar un dinero que desde hace años me debía un amigo mío y que hasta ahora no había podido pagarme. Al pasar por una calle vi parado delante de una tienda de juguetes a Gabriel y acercándome le dije:—¿Te gustan esos soldados? El se volvió con algún sobresalto y me contestó:—Estaba pensando en Luis, que sería dichoso si tuviese algo de lo que hay aquí.—Entonces, faltando por primera vez á la voluntad de Generosa, entré con tu hermano en el bazar, compré los soldados y el peón y le regalé una caja de lápices. Gasté cuatro pesetas y con la otra, para completar un duro… perdona mi debilidad, niño mío, me compré en el estanco unos cigarros puros y una cajetilla y, ya en la calle, un periódico, El Imparcial de hoy. Generosa cobrará un duro menos, pero algo hay que hacer por vosotros, y aun por mí; ella no sabe qué cantidad tenía que darme mi amigo. ¿Tú no le dirás nada, verdad?

—¡Ah! no, tutor querido, y voy al instante á pedir perdón á mi hermano por haber sospechado injustamente de él.

Tuvo un momento de vacilación y preguntó luego:

—¿Por qué tenía Gabriel menos plata que yo en la hucha?

—Por otra bondad de su alma, contestó Tiburcio; porque cuando se trata de repartir vuestro dinero, pone para tí las pesetas y para él los cuartos. Dice que como es el mayor, podrá ganar dinero antes que tú.

Llorando de remordimiento y con verdadero dolor de su corazón pidió Luis, como había dicho, á Gabriel que le perdonara, lo que le fué otorgado con la mejor voluntad.

Ya no quedó para el pequeño otro temor sino el de que viera Generosa la hucha rota de Gabriel; pero Dios, que vela por los niños buenos, se encargó de protegerle, á la vez que salvaba á la avara de la condenación eterna.

Cayó la mujer de Tiburcio enferma de gravedad y tuvo tiempo de conocer su estado y arrepentirse, diciendo á su marido dónde guardaba el dinero que le había quitado poco á poco.

Tiburcio que, á pesar de las muchas faltas de su esposa, la quería, la perdonó. Pasaron bastantes días después de su muerte sin que tocase Tiburcio aquella fortuna que era suya, y que manejó hábilmente más tarde. Había sido muy gastador en su juventud y se hizo arreglado; esto fué lo único bueno que debió á Generosa. Dio mucho á los pobres, entre ellos al ciego y á la niña que cantando pasaba diariamente por su calle.

Gabriel y Luis tuvieron siempre su hucha, que era exclusivamente para sus gustos ó caprichos. Todos los años al llegar la Pascua la rompían y con lo que tenían ahorrado, que eran hermosas monedas de plata, compraban libros, juguetes y otras cosas para darlo á los niños pobres, aquellas tristes y buenas criaturas que no podían adquirir esos objetos por falta de dinero.

Julia de Asensi y Laiglesia

Publicado originalmente en:

BIBLIOTECA ROSA

Librería de Antonio J. Bastinos, editor.

Calles de Pelayo 52 y consejo de ciento 306

BARCELONA

1901

Fonógrafo perfeccionado.

fono

Fonógrafo perfeccionado.

(ó quien escucha, su mal oye)

La mayoría de los amigos de D. Ruperto, al saber la fausta nueva de su enlace, hicieron muy sabrosos comentarios, porque á los cincuenta y pico de años, es loco el empeño de acometer tan arriesgada empresa, mucho más si la novia, como en el caso presente ocurría, contaba menos primaveras que reales un duro.

Y con maleante intención murmuraban los amigos:

—¡lncauto manchego! ¡En que lances se aventura! . . .

A ésta, como á otras más exageradas muestras caritativas hacia D. Ruperto oídos de mercader, y si alguno de sus íntimos, machacón y suspicaz, le enumeraba las aprensiones que el casorio le producían, encogíase bonitamente de hombros, sonreía desdeñoso y, engallándose, replicaba en son de ciudadano que sabe ver más allá de sus narices:

—¡Hombrc! Ya sé yo lo que me hago . ¿Crees que si no estuviera bien convencido de que nada malo ha de ocurrirme me metería así como así en la boca del lobo? . . .¡Quiá! Estoy á cubierto de cualquier catástrofe que pudiera sobrevenirme. . .

Tengo el orgullo de proclamarme, urbis et orbe, el único marido que sabrá sorprender el pensamiento de su mujer sin que ella lo advierta. . . No, no he hecho pacto con ningún espíritu infernal; he arrancado á la ciencia uno de sus más peregrinos secretos que no en balde pasé la vida estudiándola, y aunque esto no fuera así, mi futura es una muchacha de conducta irreprochable, y si se casa conmigo no es por un interés grosero, sino por un cariño apacible, puro, fraternal.

Si á D. Ruperto se le estrechaba para que indicase la índole de su invento, excusaba el deseo, exclamando con acento de orgullosa satisfacción:

—¡Ese es mi gran secreto!

Y quedaronse todos los que en el descubrimiento querían meter baza, in albis, contrariados, y muchísimo más deseosos de descubrir la non plus de las maravillas, y D. Ruperto contrajo matrimonio y dió que reír á más de cuatro, que siempre es sainete un novio de cincuenta abriles.

II

Digo que este D. Ruperto de mi historia era hombre sabio si los hay, habilísimo mecánico, químico consumado é inventor digno de loa.

Su invento tenía por base el f’onógrafo de Edisson. Consistía en una caja especialísima, la cual podía ser depositada en cualquiera parte, debajo de un mueble, por ejemplo, y durante un número fijo de horas cuantos ruidos se produjesen en la habitación se fijaban en la cubierta sensible de varios cilindros que giraban por medio de un ingenioso aparato de relojería, emplazado en el fondo de la sorprendente caja.

Y esto dicho, prosigue la historia.

D. Ruperto, desde el día siguiente al de su enlace con la bella Elena—que Elena y bella era su mujercita—cuidóse de encerrar cotidianamente en los sitios menos sospechosos de las habitaciones de su señora, y á hurtadillas de todos los de la casa, los portentosos aparatos de su invención.

El resultado de sus experimentos, anotábalos en un cuaderno por días.

Los apuntes de los dos primeros meses no ofrecían nada de particular; sin número de conversaciones insulsas de amiguitas que que iban á visitar á Elena: algún que otro chinarrazo á la edad de D. Ruperto, y alguna que otra picante alusión al heroísmo de su cónyuge.

Esta siempre mostrábase la esp0sa digna.

La monotonía de lo escrito en las primeras páginas de Memorandum fonográfico, interrumpíasc con esta expresiva frase, trazada con pulso trémulo:

«¡Empiezo á escamarme!»

He aquí ahora algunos fragmentos entresacados del Memorandum en los días subsiguientes:

III

DÍA 13.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

No soy supersticioso, pero hoy, al preparar la audición, siento un vago presentimiento de que ha de serme fatal la cifra del día.

¿Llegaré á escuchar la muerte de mis ilusiones?

Al elegir á Elena habré sido víctima de un terrible espejismo?

Se me figura esta caja que yo he formado la de Pandora. . .¿Qué sonidos guardará en su interior?

Decidámonos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

La audición empieza alegrcmentc. . . El canario del gabinete de Elena gorjea … Escucho ruido de una silla al sentarse una persona.

—Señorita. . . ( Voz de la criada.)

—¿Qué quieres? (Mi mujer.)

Criada.— ¿El Sr. Vizconde de Altamar que si puede recibirle la señora? …

Elena.—(¡El otra vez!) Que pase.

(Pausa.) (Este canario es insoportable… El diálogo se pierde. . . Un minuto … Dos … Tres … Cesa el canto.)

Elena.—Caballero, ya le advertí ayer que teníamos que olvidar

el tiempo pasado. (¡Muy bien dicho!)

Vizconde.—Olvidémosle en buena hora… Nucstro presente puede ser más hermoso.

Elena.—Olvida V, que estoy casada.

Vizconde.—Si; con un viejo. (¡Yo!)

Elena.—Muy bueno, muy…

Vizconde.—Bueno sí, pero viejo. (¡Y dale!)

Elena.—Que mis deberes …

Vizconde.—No existen cuando el egoísmo los produce.

Elena.—Explíquese V.

Vizconde.—¿Será V. conmigo tan franca como yo voy á serlo con V.?

Elena.—Lo seré.

Vizconde.—¿Ama V . á su marido?

Elena.—Esa pregunta, Vizconde . . .

Vizconde.—¿Como á un amante?

Elena.—¡No! (¡Dios mio!)

Vizconde.—Usted le quiere como á un padre … ¿Verdad?

Elena.—Lo mismo . . .

Vizconde.—¿Y va V. á sacrificar su juventud? ¿Y acepta usted el suplicio de encadenar su belleza y lozanía á la antipática y helada de un hombre caduco?

Elena.—Mis deberes . . .

Vizconde.—¡Otra vez!

(Es oportuno el bichito … ¡Yo mato al canario! … El demonio hace que gorjee ahora)

DÍA 14.

Hoy mi angustia no tiene límites.

Mi mujer toca al piano el Duo de Hugonotes . . . De nuevo el Vizconde penetra en el gabinete . . . Elena sostiene con él una conversación insulsa, se comenta el estado atmosférico.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Vizconde.—Al lado de V. todo lo olvido: el tiempo queda en suspenso.

Elena.—Gracias por la galantería.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Vizconde.—Esos ojos tan hermosísimos me sugestionan.

Elena.—Los cerraré.

Vizconde.—No sea V. tan cruel. . . Aunque supiera abrasarme en ellos, le suplico no los aparte …

Criada.—Las señoras de Gran Villa.

Elena.—Que pasen á la sala. . . Vizconde . . .

Vizconde.—Me retiro, con su permiso … Adiós.

Elena.—¡Ay!

Vizconde.—¿Le he hecho á usted mucho dañ0?

Elena.—No, no ha sido nada … Estrechó V. la mano con tal fuerza…

Vizconde.—Pcrdón, Eena …

DÍA 15 .

Mi mujer ha salido á paseo.

No hay audición.

DÍA 16.

El calvario de mi curiosidad es horrible …

No percibo ningún sonido … El rum rum de los coches se fija en el aparato . . . Se casa la hija del marqués que vive en el principal, y en la calle el trasiego de carruajes es ensordecedor.

DÍA 17.

Última página del Memorandum

La pluma se resiste á estampar mi desdichada suerte.

¡ Soy el más infeliz y el más cándido de los maridos! . . .

Parece que me comprime el pecho una mano vigorosa que aprieta … aprieta.

Los celos y los sufrimientos más horribles batallan en mi cerebro. Llenándole de sombras.

En verdad que he sido un gran necio en casarme.

He creído realidad el fingimiento de una mujer habilidosa.

Ella no tienc la culpa .. .

Me culpo á mi mismo.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Para adoptar la solución que voy á poner en práctica he tardado más de una hora.

Debo abandonar á esa mujer, debo alejarme de su lado é irme á remotos países.

Si alguien osa preguntarme por qué no vengué mi daño, le diré que haciendo público mi invento seré el vengador universal de cuantos maridos tengan, como yo, el triste convencimiento de que sus mujeres no buscan en el matrimonio el cariño mutuo de las almas, sino el egoísmo de un porvenir que poniéndolas á cubierto de privaciones, las deje en libertad de á aventuras peligrosas . . .

sep6

Alejandro Larrubiera y Crespo

Publicado originalmente en

Biblioteca Española

Alejandro Larrubiera

Cuentos

Madrid 1886.

LA CLAVELLINA AZUL (CANTO V)

duquedealbany

LA CLAVELLINA AZUL

CANTO V

LAS FLORES VUELVEN

I

Cuenta la historia que después del día

En que volvió el barón, en compañía

De la Venus prusiana, que es su esposa,

Ya no volvió á acordarse de María.

II

Mas cuando llega la estación hermosa

En que la tierra cúbrese de flores.

Hasta el balcón se suben columpiando

Largas enredaderas,

Que en florecer son siempre las primeras

De las brisas de Abril al soplo blando.

No son lilas, ni lirios, ni abedules;

No son sino pequeñas campanillas

De cálices azules

Que nacieron de aquellas florecillas

Lanzadas al espacio

Por el hastiado dueño de un palacio.

III

Sus recuerdos de dichas y de amores

Imaginó el barón

Arrancar, arrojando aquellas flores

Por encima del hierro de un balcón.

Mas vano afán; las flores arrojadas

Brotaron en el suelo de un vergel;

Y sus pasiones yertas y apagadas,

De nuevo, un día fueron evocadas

Y nacieron en él.

 

Del corazón la eterna primavera

Ignoraba el barón, y en su quimera,

Por no poder amar huyó á Stambul;

Y el día en que volvió regenerado

Adorando á una hermosa compañera,

Imagen de su amor resucitado,

Vio en su balcón la CLAVELLINA AZUL.

RICARDO BLANCO ASENJO

De su libro de poesías y poemas: PENUMBRA (1881)

IMPRENTA DE FERNANDO CAO Y DOMINGO DE VAL

La felicidad del ajenjo.

 

laabsenta

La felicidad del ajenjo.

Camino de Vicálvaro en medio de un campo erial, se levanta un pino raquítico y contrahecho. Los pájaros jamás han anidado en él: en la carcoma de su podrida madera se deslizan los reptiles más asquerosos: cuando el viento Norte sopla iracundo, sus ramas resecas se quiebran con ruido siniestro… En las noches en que la luna viste con túnica blanquecina la tierra, el árbol es un espía en medio de la soledad. Parece retorcerse con la más violenta contorsión de espanto por verse tan solo, tan abandonado…

* * *

La corbata traíala mal hecha y como si aspirase á ceñirse al cogote; el traje, más pecaba de sucio que de elegante; el cuello y la pechera parecían haber reñido con el agua y el almidón; los pantalones, deshilachándose, rozaban el suelo; las botas tenían barro adherido á los bordes de la suela y los tacones torcidos. Por las mejillas paliduchas avanzaban revolucionariamente las barbas mal pergeñadas; los ojos, como los de las muñecas de biscuit, brillaban mucho, pero sin expresión; el sombrero que coronaba tales ruinas y roñosidades, ofrecíase abollado, grasiento. Tan astroso é incorrecto encontré la otra tarde á la puerta del café del Diván á mi amigo Luis, que no ha pocos meses era el joven más elegante, atildado y rico de la buena sociedad madrileña: encanto de señoritas en estado de merecer, desvelo de señoras casadas, mimo de mamás con ascenso inmediato á suegras y temor de padres, hermanos y maridos celosos de su honor.

Nos dimos las manos, y Luis, conociendo la sorpresa que su empaque me producía, me dijo, sonriéndose irónicamente:

No te asombres de esta facha, ni creas tampoco que estoy aquí como socio del club al aire libre del «sablazo amistoso». No me he arruinado aún; es que me he vuelto demócrata, casi casi socialista… Si quieres saber una historia triste, entremos en el café; elijamos una mesa aislada de cómicos y toreros, y de seguro que al vernos a tí y á mí, mano a mano, creerán unos y otros que soy un zascandil de la escena que viene á recibir el préstamo… Tu harás bien tu papel; tienes cara de empresario primo.

Aquella cháchara me hacía daño en boca de Luis, que era el prototipo de la seriedad; supuse que hablaba de tal modo por aturdirse á si mismo.

Muchacho dijo Luis al mozo que se había acercado á nuestra mesa sirve al señor lo que pida, y á mi ya sabes: ajenjo, ajenjo puro.

Pero, ¿estás en tu juicio?le hice observar.¿Tú sabes lo que bebes?

¿Que si lo se?… ¡Ya lo creo! ¡Ajenjo! El enemigo amargo de la razón, el gran ilusionista, el que mejor nos hace olvidar las penas que, ocultas en el pecho, como ratones en un queso, le roen hasta destrozarle… En la hora melancólica del anochecer, en la «hora verde» que dicen los parisienses, el ajenjo inunda la masa gris de extraordinarios resplandores; las ideas todas son luminosas; para cualquier infortunio se encuentra un gran consuelo; para los problemas más árduos, una solución; para los remordimientos, razones que los alejan; las cansadas fuerzas del espíritu reviven prepotentes; el ajenjo es un néctar que nos embriaga deleitándonos; es como el opio: trae la pesadilla inexplicable de luz y armonías; de mujeres que son hadas deliciosas y de placeres en que la materia parece vibrar en un eterno beso, en una continua caricia voluptuosa; el ajenjo es un enemigo mimoso para nosotros, grandes desgraciados, que corremos el mundo solos, sin otra alegría en lontananza que la total paralización del ser… la inmovilidad absoluta, la negación de todo, la única verdad positiva: el más halagüeño de los goces.. . ¿Verdad, Alejandro?

Estoy maravillado de tus teorías, de tus desilusiones, de tu actual manera de ofrecerte á mis ojos repliqué.Tú, el más alegre, el menos filósofo y el mas feliz…

¡Alto!interrumpió mi amigo. Feliz … lo he sido pocos meses … Tú no ignoras que la felicidad es un usurero que presta sus tesoros por contadas horas, y en cambio cobra un irritante interés, del cual sólo puedes librarte dentro de una fosa… A tí te puedo confiar mi pena, porque al menos no serías tan cruel como lo son la mayoría de los amigos que parecen interesarse por la desgracia ajena y luego la consuelan con una vulgaridad ó una tontería, ó se callan porque te escuchan por compromiso… Yo fui feliz cuando correspondido mi amor por Carmen, una de tantas chicas de la clase media que viven miserablemente al lado de «papá» y «mamá»; salen de paseo, á caza de novio, los domingos y fiestas de guardar, y sueñan de continuo con un caballerete de buenas prendas que las libre de las estrecheces tiránicas del hogar paterno… Tan locamente me enamoré de Carmen, que, gozoso, cometí la tontería mayor… ¡Me casé! La vida matrimonial en los primeros meses se deslizó sonriente, sin asomo de nubes; todo era sol; todo era azul y rosa; las tormentas en tal ciclo parecían mitos…¡y qué diablos! sería optimista mi felicidad que antojábanseme ángeles mis suegros… Bueno es advertirte que antes de casarme llegaron hasta mis oídos conceptos no muy piadosos acerca de mi futura, y que la portera y vecinos de la casa, sonriéndose compasivamente, parecían decirme cada vez que me encontraban en la escalera: «¡Pobre hombre! ¡En qué líos se mete!» Achaqué todo esto á envidias, y… La luna de miel en que se reflejaba mi vida venturosa, fué como luna de espejo que se rompe de un trastazo y deja asomar las fealdades del cartón que resguarda el azogue… No sé decírtelo de otro modo: una mañana mi mujer amaneció tal cual era; es decir, sin hipocresías; se mostró conmigo displicente, desenamorada, coqueta, avara de sí propia; me negaba las caricias de que tan pródiga se mostró siempre; pasábase las horas muertas en su cuarto tocador; salía á paseo, á hacer visitas y compras, á oír misa ó al teatro, sin decirme palabra; yo no servía más que para figurar en las facturas de los comercios en que se surtía mi señora… No me quejaba. Era tan ciego que todo me parecía bien; lo único que me irritaba era su desvío… ¡Cuantas veces, á solas, reflexionaba sobre tales metamorfosis , y cuantas veces el recuerdo de las pasadas maledicencias me angustiaba el ánimo y me veía á mi mismo como un marido cándido y tonto de los pies á la cabeza!… Los celos, celos horribles y sin causa racional que los motivase, desgarraban tira á tira mi felicidad … Callaba… ¿Que iba á hacer? Encontraba tan hermosa á mi Carnen, que, por no perderla, perdía yo mi dignidad de hombre, y como el que mendiga un favor, sometíame complaciente á cuantos caprichos y locuras ideaba; un día regañé con ella y ella se manifestó resueltamente enemiga. Con éstupido asombro escuché de su boca frases de vendedora de plazuela… Adquirí una tristísima certidumbre: se había casado conmigo llevada de la misma idea que el escultor cuando busca un suntuoso pedestal para su estatua: para que resalte más y tenga mayor lucimiento… ¡Dios mío! Me consideré tan desgraciado que lloré lágrimas de rabia, de vergüenza. ¡A qué extremos nos empuja la pasión!… Aquella nube pasó; intenté atraer á Carmen al buen camino; agoté todos los recursos, todas las energías, todas las reflexiones. No conseguí nada … Burlábase de mis afanes, y se vanagloriaba de haber hecho siempre cuanto se le antojaba…

¿Adivinas el resto? Carmen se marchó de mi lado llevándose un buen golpe de alhajas y de dinero … ¿Ha ido con algún amante? No lo sé… Supongo que sí… He intentado por cuantos medios me sugería mi dolor encontrarla … Mi espíritu parece que ha quedado en suspenso desde su huida… Soy un escéptico que se abandona al azar y sepulta sus desdichas en una copa de ajenjo… Esta me proporciona una felicidad de un segundo; una borrachera de ilusiones que escapan rápidas, volviéndome después á una realidad que encuentro mucho más triste y desconsoladora… ya se que abusar de la felicidad del ajenjo es ir camino de la locura… Pero dime tú , ¿qué mejor cosa podría yo hallar para mi infortunio?…

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Sin saber por qué extraña evolución de la mente, recordé, mientras Luis me daba cuenta de su desdichado matrimonio, el pino raquítico y contrahecho que se levanta en medio de un campo erial, camino de Vicávaro sin que jamás los pájaros hayan hecho en él su nidada; únicamente en la carcoma de su podrida madera se deslizan los reptiles más asquerosos…

sep6

Alejandro Larrubiera y Crespo

Publicado originalmente en

Biblioteca Española

Alejandro Larrubiera

Cuentos

Madrid 1886.

LA CLAVELLINA AZUL (CANTO IV)

padic130

LA CLAVELLINA AZUL

CANTO IV

PRIMAVERA

I

El cielo estaba azul, el sol ardía.

La brisa murmuraba,

Todo sobre la tierra sonreía:

Era Abril que llegaba.

Del estanque en las olas

Rielaba la luz del firmamento,

Y en sus aguas hundían las corolas,

Azotadas del viento,

Azules campanillas,

Y flores amarillas

Y rojas amapolas.

Florecían la zarza y los espinos

Que bordan á lo largo los camino,

Y las verdes laderas,

Y el almendro, y el árbol del amor:

Y trepaban ligeras.

Los troncos de los sauces y los pinos.

Altas enredaderas

Que abren al viento su morada flor.

Todo sobre la tierra sonreía:

La brisa murmuraba,

El cielo estaba azul, el sol ardía;

Era Abril que llegaba.

II

Decían en el zaguán

Los criados del barón:

—Baja el coche á la estación

Y á las nueve llegarán.

III

—En los dos años que ha faltado usía

Nadie ha entrado hasta aquí.

—Está bien. Vete. En tan hermoso día

Bello estará el jardín.

……………………………………………………………….

……………………………………………………………….

—¡Qué miro! ¡Oh Dios! ¿La flor marchita y lacia

Que aquel día arrojé,

Prendió, y subiendo en ondulante gracia

Ya en mi balcón se ve?

IV

Preocupado y sombrío

Penetró en la habitación;

Mas, realidad ó extravío,

Oyó decir: ¡Carlos mío!

Con acento de pasión.

Volvió espantados los ojos,

Vio en el suelo los despojos

De sus memorias escritas,

Y dijo lleno de enojos:

—¡Conciencia, por qué me gritas!

V

«Marzo, catorce. Del color del cielo

Era el traje de seda que hoy vestía,

Y negro cual sus ojos era el velo

Que sobre el rostro el viento removía.

La he mirado en silencio, y he sentido

Su mano que en mi brazo descansaba;

Después huyó: después de su vestido

Vi el azul que crujiendo se alejaba;

Después… cuando perdíase en el valle

Con breve paso y gracia peregrina

Por el color y la esbeltez del talle

Me pareció azulada clavellina.»

VI

Rompió el papel el barón

Cuando acabó de leer,

A tiempo que en el salón

Entró una hermosa mujer.

Mientras se oyó en el zaguán:

—¿Para curar el esplín,

Los nobles de España irán

A enamorarse á Berlin?

cont1Canto V

RICARDO BLANCO ASENJO

De su libro de poesías y poemas: PENUMBRA (1881)

IMPRENTA DE FERNANDO CAO Y DOMINGO DE VAL

LA CLAVELLINA AZUL (CANTO III)

clavellina3

LA CLAVELLINA AZUL

CANTO III

INVIERNO

I

   Se engaña quien imagina

Desarraigar la pasión

Que en el corazón germina.

¿Quién arrancará la espina

Sin que muera el corazón?

 II

   Después del día aquel, ¡cuántas veladas

Absorto y delirante

Pasaba imaginando que en la lumbre,

Que un infierno pequeño parecía,

La carta de su amante,

Rota y quemada, súbito surgía!

Y unas veces, cual raudo meteoro

Que los espacios cruza en noche oscura,

Como en lluvia de luz, de amor las frases

Con asombro veía

Escritas en el aire, en letras de oro;

Y al saltar una chispa que fulgura.

Imaginaba, en loco desvarío.

Leer un ¡yo te adoro!

Y ver escrito en fuego un ¡Carlos mío!

Y al recordar sus dichas amorosas,

Veía en los fantásticos encajes,

De ráfagas y luces caprichosas

Surgir y deshacerse los paisajes.

De la ceniza en la nevada cumbre

La casa de María;

Allá lejos los bosques y collados

Al reflejo de rosa que la lumbre

Cual luz de aurora envía;

La llama sobre el leño ennegrecido

Ondula como diáfana corriente,

Y de un valle de fuego en la vertiente

Tiembla una sombra, cruje un estallido,

Y el admirado amante, en su embeleso.

Ve, en la sombra, la falda de un vestido

Y oye, en la leña, el estallar de un beso.

III

   Por eso en esta ocasión

Dijo otra vez el barón:

—Con tan loca insensatez

La amé, que no sin razón

Pienso que mi corazón

No puede amar otra vez.

IV

   Y no pudiendo olvidar

La carta y la flor azul,

Dejó su casa y su hogar

Y no paró de viajar

Desde Madrid á Stambul.

cont1Canto IV

RICARDO BLANCO ASENJO

De su libro de poesías y poemas: PENUMBRA (1881)

IMPRENTA DE FERNANDO CAO Y DOMINGO DE VAL

LA CLAVELLINA AZUL (CANTO II)

padic120

LA CLAVELLINA AZUL

CANTO II

LAS HOJAS SE MARCHITAN.

I

   ¿Quién cuando niño en apacible otoño,

Corriendo por los valles,

No vio las nieblas que en jirones cruzan

Los verdes prados al morir la tarde?

   ¿Quién no vio del vapor en los reflejos

Lagos, torres, ciudades,

Montes de nieve, gasas gigantescas

   Y ejércitos de sombras sepulcrales?

Se corre en pos de la ilusión, se llega,

Y todo es sombra y aire:

Se sigue, y á la espalda y á lo lejos

Surge otra vez la perseguida imagen.

II

   El barón pretendía

No mirar el fantasma del pasado

Que en el fondo de su alma aparecía;

Y cuanto más huía,

Por la distancia más hermoseado,

Más plácido y feliz le sonreía.

III

   Y murmuraba el barón

Con infantil sencillez:

—La amé con tanta pasión,

Que mi pobre corazón

No puede amar otra vez.

IV

   Y un día que besaba delirante

Un papel y unas flores que guardaba

Como únicos recuerdos de su amante,

Con tristeza exclamaba:

—¿Qué me queda de aquel sueño de amores?

Una página escrita.

Una flor ya marchita,

Un recuerdo que vive de dolor.

También junto á las tumbas nacen flores;

También las tumbas inscripción reciben;

También recuerdos de las tumbas viven;

También murió mi amor.

V

   Después, con la audaz bravura

De la fiebre ó la locura,

Se abalanza sobre el pliego,

Sonríe con amargura,

Lo rompe y lo arroja al fuego.

Y no teniendo valor

De condenar á la flor

Al castigo del papel.

El cerrado mirador

Abre, y la arroja por él.

sep2

cont1Canto III

 

RICARDO BLANCO ASENJO

De su libro de poesías y poemas: PENUMBRA (1881)

IMPRENTA DE FERNANDO CAO Y DOMINGO DE VAL

LA CLAVELLINA AZUL

pacz43

LA CLAVELLINA AZUL

Á MI AMIGA

LA SEÑORITA MARÍA DEL PILAR RANCEL.

CANTO PRIMERO.

LAS FLORES PASAN.

I

Treinta años tiene, y de hastío

Se muere el pobre barón;

Es de noche, siente frío,

Arroja al fuego un tizón

Y exclama:—¡Qué desvarío!-

Mi frío es del corazón.

Pues murió cuanto he amado,

Nada me queda que hacer

Sino vivir del pasado.—

Abre luego un secreter,

Saca un libro encuadernado,

Y así comienza á leer:

II

«La he visto, y al mirarla frente á frente

He temblado de dicha y de dolor;

Estaba escrita en su mirada ardiente

Mi sentencia de amor.»

III

«Ella miró; yo la vi.

¿Me amas? mi voz preguntó;

Si su voz dijo que no

Su mirar dijo que sí.

Desde entonces aprendí

Que son pueriles enojos

Sufrir por dos labios rojos

Que al pecho causan agravios;

Que á veces niegan los labios

Lo que confiesan los ojos.»

IV

«Como en uno se juntan los colores

En la paleta que el pintor prepara;

Cual dos notas que forman un suspiro

Robado á un arpa.

Cual dos olas que ríen y se chocan

Y en una se confunden y se enlazan;

Así, cuando nos vimos, se juntaron

Nuestras dos almas.»

V

«Marzo, catorce. Del color del cielo

Era el traje de seda que hoy vestía,

Y negro cual sus ojos era el velo

Que sobre el rostro el viento removía.

La he mirado en silencio y he sentido

Su mano que en mi brazo descansaba;

Después huyó: después de su vestido

Vi el azul que crujiendo se alejaba.

Después… cuando perdíase en el valle

Con breve paso y gracia peregrina,

Por el color y la esbeltez del talle

Me pareció azulada clavellina.»

VI

Al llegar aquí el barón,

Llevó con triste ademán

Una mano al corazón

Y dijo:—De aquel volcán

Aún siento la combustión.—

 

cont1 CANTO II:  LAS HOJAS SE MARCHITAN.

 

RICARDO BLANCO ASENJO

De su libro de poesías y poemas: PENUMBRA (1881)

IMPRENTA DE FERNANDO CAO Y DOMINGO DE VAL

VUELVE Á FINGIR

pal6

VUELVE Á FINGIR

  Te amé de noche y te adoré de día;

y amor mintiendo tus ardientes ojos,

en el ara fatal de tus antojos

quemé la flor de la existencia mía.

  Hoy que el ala plegó mi fantasía,

de una pasión contemplo los despojos,

y aún pienso en ti, sin que me cause enojos

el recuerdo cruel de tu falsía.

  Jamás nuestros castísimos placeres

sepultará mi mente en el olvido,

ni tu nombre á mi pecho será extraño…

  Pero vuelve á fingir; di que me quieres,

y buscaré otra vez tu amor mentido,

aunque me mate un nuevo desengaño.

Luis Taboada

Publicado en la recopilación de Eduardo de Lustonó, titulada CANCIONERO DE AMORES en 1903.

MISS ADELINA (conclusión)

 

pino

IV

Entretanto, la pobre Adelaida llevaba una existencia triste y miserable. Carecía en absoluto de toda distracción; la necesidad le obligaba á comer los alimentos más malos, escasos siempre; tenía frío en invierno cubierto su cuerpo con insuficientes ropas, y se veía maltratada por los saltimbanquis cuando se negaba á aprender algún ejercicio. Eran estos tan difíciles para su fuerza y su edad que, á pesar de su natural ligereza que tanto había excitado la atención de Francisco, le costaba trabajo llegar á ejecutar lo que el amo quería.

Al fin logró vencer las dificultades y pudo salir á la plaza de un pueblo. Tuvo un éxito extraordinario; sus pocos años y su belleza causaron entusiasmo creciente y la pequeña acróbata proporcionó á la compañía grandes ganancias.

El niño Juan compartía los triunfos con ella: éste y el perro eran sus únicos amigos.

A aquél le hablaba de su pasado, de su hermano querido al que no vería jamás, de sus padres que la adoraban; pero en presencia de los demás individuos nunca nombraba á su familia y ellos pudieron creer que ya la había olvidado.

Poco á poco y sin advertirlo, fué acostumbrándose á aquella vida, los aplausos la llenaban de satisfacción, pero tanto Adelaida como Juan eran ambiciosos y no se contentaban para su porvenir con trabajar en las plazas públicas.

Ambos hacían sus ejercicios cada día mejor; eran arrojados quizá porque amaban poco la existencia, y Francisco comprendió al cabo que podía sacar mayor partido que hasta entonces de los dos pequeños gimnastas.

Al efecto dividió en dos su compañía. Marcela, su hermana, Laurencio y el perro, con un payaso que se había enamorado de la cuñada del director, siguieron dando funciones de pueblo en pueblo, y Francisco partió para una ciudad más importante, donde logró contratar á los niños por una corta suma. Era preciso empezar así para formarles una reputación.

El empresario del circo, que los vio trabajar antes de ajustarlos, anunció con grandes letras en un cartel el debut de los dos célebres acróbatas Mister Jolin y Miss Adelina, porque en los circos, sea cual fuere la nacionalidad de las artistas á todas se las llama miss. Añadía que habían trabajado con extraordinario aplauso en los principales reinos de Europa.

No fué sin sentir una profunda emoción que los dos niños salieron al circo. La inmensa concurrencia, el exceso de luces, los aparatos nuevos, aquella gran red colocada bajo ellos y que hasta cierto punto garantizaba sus vidas, los trajes recién hechos, las mallas no zurcidas, los compañeros más tratables y más elegantes que los vistos hasta entonces, todo les sorprendía y estaban temerosos de turbarse y no salir airosos en sus trabajos. Felizmente al subir al trapecio olvidaron aquello y ejecutaron sus ejercicios como no los habían hecho nunca. El público los aplaudió sin cesar, un público culto, que no les dirigía en medio de sus alabanzas frases groseras y que al hacerlos salir repetidas veces á la pista les arrojó flores y dulces.

Allí trabajaron algunas noches más, siempre con gran éxito, y Francisco fué mostrándose más exigente cada vez, pidiendo mayores beneficios.

Trabajaron luego en otros circos de importancia, y por fin marcharon al extranjero, donde miss Adelina fué acogida con entusiasmo creciente. Sus ejercicios en el alambre le valieron una completa ovación.

V

Ya tenía Adelaida doce años cuando regresó á su país. Había cambiado mucho, poco ó nada se parecía á la hermosa niña que Francisco robó una noche en el parque de los señores de Rivera, sus cabellos se habían obscurecido, sus facciones habían adquirido gran perfección, sus ojos de celestial mirada tenían un indecible encanto lleno de candor á pesar de su vida vagabunda y de los malos ejemplos que le habían dado.

Juan no era hermoso, pero su figura inspiraba simpatía y su rostro franco y expresivo atraía la atención general. Quería á Adelaida con toda su alma, teniendo el inefable placer de verse correspondido de igual modo. La niña no olvidaba que Juan había sido siempre bueno y cariñoso para ella, que le había evitado gran número de golpes y reprimendas atribuyéndose faltas cometidas sin advertirlo por la pobre criatura y que era el único ser que en medio de aquella atmósfera que la rodeaba traía á su mente recuerdos de una sociedad mejor y más culta. Juan, nacido en una barraca de saltimbanquis, tenía cierta natural distinción que formaba singular contraste con las maneras de sus padres y de su hermano. Desde que Adelaida vivía con ellos había concentrado toda su ternura en aquella hermosa niña destinada á compartir con él los ejercicios más difíciles y los aplausos más Espontáneos.

Ya hacía muchas noches que mister John y miss Adelina trabajaban en la capital de España, obteniendo cada día una nueva ovación. A causa de una ligera dislocación que había sufrido Juan en una muñeca, tuvo que suspenderse el ejercicio del doble trapecio trabajando sola en el alambre tirante la niña Adelaida, nombrada siempre en los carteles miss Adelina.

Mientras la joven funámbula, vestida sobre mallas de color rosado, con traje de terciopelo verde obscuro, con el cabello suelto sujeto con una sencilla cinta de seda y el balancín en la mano, ejecutaba aquellos difíciles ejercicios, Juan, que llevaba la librea azul de los empleados del circo, cuidaba de que nadie se acercara á las cuerdas que sostenían la red y seguía con absorta mirada todos los movimientos de la niña. Francisco contemplaba también á su discípula con la codicia del avaro que tuviera ante sí una mina de oro.

El ejercicio acabó felizmente y la funámbula fué llamada á la pista, en donde tuvo que presentarse varias veces. Ya iba á retirarse, cuando un elegante adolescente le entregó al pasar un precioso ramo de flores. Acompañaba á dicho joven un caballero que parecía su padre.

Al fijar miss Adelina sus ojos en la persona que le había dado el ramo, se quedó un instante parada y confusa sin acertar á moverse de allí. Luego en voz muy baja, pero que sin embargo fué oída, pronunció conmovida el nombre de Genaro.

—¿Me conoce usted?—preguntó con asombro el adolescente.

Pero ella no contestó nada, alejándose con precipitación.

El padre de Genaro notó una sensación extraña al oír la sola palabra pronunciada por la funámbula y murmuró:

—¡Si fuera ella!

Cogió el programa de la función y aquel nombre, aunque algo variado, vino á confirmar su sospecha.

—Sigúeme, —dijo á Genaro.

Salieron, dirigiéndose hacia donde estaban las habitaciones de los gimnastas. La de miss Adelina tenía la puerta abierta, y la niña estaba aún con su traje de acróbata conversando animadamente con Juan.

El señor de Rivera, pues ya le habrán reconocido mis lectores, entró sin vacilar allí y dijo á la funámbula que le miraba sin sorpresa.

—Hace siete años vivía yo con mi mujer, un hijo y una hija. El hijo está á mi lado, la niña desapareció, mi pobre esposa se murió de pena.

-—¡Murió mi madre!—interrumpió Adelaida.

—¿Luego eres tú, hija querida? Ven á mis brazos. ¿Cómo no me ha advertido el corazón quien eras? ¡Mi adorada niña! ¡Quién me había de decir que después de buscarte inútilmente tanto tiempo te había de hallar en este triste estado? Todo me afirma que eres digna de nuestro cariño y de nuestro aprecio, pero me espantan los riesgos á que has estado expuesta.

Genaro miraba á su hermana con embeleso y buscaba en vano en el rostro de miss Adelina algún rasgo qué recordase el de Adelaida; sólo la voz era la misma, aquella voz que había pronunciado su nombre al reconocerle. Algo le había atraído á la niña; jamás se le ocurrió hasta esa noche ofrecer un ramo de flores á ninguna acróbata.

Hablaban los tres á un tiempo y olvidaban que transcurrían los minutos. Sólo Juan permanecía frío é indiferente al parecer, aunque en realidad lamentase aquel inesperado encuentro.

Temía que volviese su padre y que aquella conmovedora escena tuviera un desenlace fatal.

Al fin decidió intervenir, recordando á Rivera y á sus hijos lo difícil de su situación.

—Ustedes,—dijo,—no pueden asegurar que Adelaida es de su familia; mi padre lo negará y será necesario buscar pruebas. Si mientras las hallan queda esta niña con nosotros, mi padre la hará que huya con él y no volverán ustedes á verla. Es necesario proceder con prudencia. Díganme donde viven y mañana conduciré allí á mi hermana adoptiva; esta noche sería peligroso que intentasen llevársela.

Rivera vacilaba, pero su hija le aseguró que podía fiarse de Juan, haciendo los más sinceros elogios de él.

Salieron del cuarto de la funámbula Genaro y su padre, después de prodigarse unos y otros tiernas caricias, pero no se alejaron del circo.

A las doce y media vieron á Francisco con Adelaida y Juan; los siguieron á su casa y luego se quedó vigilando Genaro hasta que su padre mandó un criado de toda su confianza para que no perdiese de vista la morada de los saltimbanquis.

A la mañana siguiente salió Francisco muy temprano y una hora después lo hicieron miss Adelina y mister John, dirigiéndose á la vivienda de Rivera. Allí se renovaron las dulces expansiones de la noche anterior. Cuándo Juan quiso despedirse de Adelaida, la niña le abrazó llorando, suplicándole que no la dejase jamás.

—No podría ser feliz sin él—dijo á su padre.

—Ha sido un hermano solícito para mí durante siete años; si se alejara me moriría de pena.

No se sabe quién advirtió á Francisco lo ocurrido, acaso se lo escribiese el mismo Juan, lo cierto es que cuando fueron á buscarle para ponerle preso, el antiguo director había desaparecido.

Fué á reunirse con su mujer y el resto de su familia y murió á causa de grandes disgustos domésticos y en medio de la más espantosa miseria.

Rivera trabajó entonces activamente porque se prohibiese la salida en los circos de los niños y tuvo la satisfacción de que más adelante otros alcanzaran lo que él inició; lo cual no ha impedido que criaturas de corta edad, á pesar de la ley, sigan ejecutando penosos ejercicios. Pero amargó sus días el amor de su hija por Juan, viéndose obligado á aceptarlo al fin y á tener por yerno al que había sido un saltimbanqui.

A causa de este matrimonio, que no resultó desigual más que por el nacimiento, puesto que Juan al dejar de ser acróbata recibió una educación esmerada al mismo tiempo que Adelaida, Rivera con su hija y el esposo de ésta se retiró á su casa de campo, aquella donde Francisco robó á la niña muchos años antes. Genaro pasaba con ellos algunas temporadas, pero residía habitualmente en la capital. Quería á Juan como á un hermano y tanto hizo éste para granjearse el aprecio y la simpatía de su nueva familia, que al cabo olvidaron su obscuro nacimiento viviendo los cuatro completamente felices y tranquilos.

Julia de Asensi y Laiglesia

Publicado originalmente en su libro de cuentos:

AURAS DE OTOÑO

CUENTOS PARA NIÑOS Y NIÑAS

CON ILUSTRACIONES DE CABRINETTY Y OTROS ARTISTAS

de la colección BIBLIOTECA AZUCENA

BARCELONA

Librería de Antonio J. Bastinos, editor.

Calles de Pelayo 52 y consejo de ciento 306

1897

MISS ADELINA

missadelina

MISS ADELINA

(A mi sobrina Rosario de Asensi y Gracia)

I

¡Pobre Natalia! Después de haber trabajado con lucimiento en casi todos los pueblos de España, donde fué con la compañía de saltimbanquis de que formaba parte; después de haber sido calurosamente aplaudida en sus ejercicios sobre la cuerda tirante y en el trapecio por un público más ó menos ilustrado, pero que siempre le demostró simpatías, la infeliz niña murió, no de resultas de una caída, como hubiera sido fácil al ejecutar alguno de sus peligrosos trabajos, sino á consecuencia de una fiebre que descuidaron al principio y que luego no se pudo cortar.

Fué aquel un golpe horrible para el director de la compañía, aquel coloso que lo mismo hacía los ejercicios de fuerza que recibía en traje de payaso y con la cara pintada de blanco los bofetones que, para desquitarse de los que sufría en casa, le daba su mujer en público. Francisco no podía consolarse de la pérdida de aquella criatura, porque además de que Natalia era lo más notable de todos los saltimbanquis que trabajaban bajo sus órdenes, había muchos ejercicios que no podían ejecutarse ya, además de aquellos en que la niña realizaba sola. Ella era la que en los juegos icarios quedaba encima colocándose en artística postura, la que hacía el doble trapecio con el niño Laurencio, la que bailaba en los intermedios con el pequeño Juan; ella salía también en aquellas estúpidas escenas en verso ó prosa que representaba Francisco con Marcela su mujer, y cuando al terminar la primera y la última parte de la función pasaba por delante del público con su bandeja en la mano, nadie recogía tan tos cuartos como Natalia, y las pocas monedas de plata que daba lo más distinguido ó lo más caritativo de la concurrencia, eran entregadas siempre á la niña. No era hija, sino sobrina de Francisco, huérfana de padre y madre; todos convenían en que hubiera llegado á ser una notabilidad.

Completaban la compañía una hermana de Marcela, que cantaba con muy poca gracia y sólo trabajaba en unión de los otros en los juegos icarios, y un perro amaestrado.

Apenas enterraron á Natalia en el humilde cementerio de un pueblo, guardaron cuidadosamente sus mallas, sus corpiños de seda, sus faldas bordadas de lentejuelas y Francisco dijo á su mujer:

—Es preciso que busquemos por ahí otra niña.

—¿Nos la dejarán?—preguntó Marcela.

—Seguramente no, pero eso no hace falta.

—¿Pues qué piensas hacer?

—La robaremos.

II

En casa de los señores de Rivera se celebraba el 25 de Marzo una brillante fiesta de niños. Además de lo solemne del día, era aquel el cumpleaños del hijo mayor, que tenía nueve, y habían sido convidados al baile todos los pequeños amigos de Genaro y las familias de ellos.

Hacían los honores de la casa el citado niño y su hermana Adelaida, una encantadora criatura que era la delicia de su hogar, y ambos recibían con tanta gracia como afecto á sus jóvenes conocidos, repartiendo en profusión dulces y juguetes.

Genaro tenía el cabello y los ojos negros; Adelaida era rubia con ojos azules; su espléndida cabellera de oro naturalmente rizada, caía en caprichosos bucles sobre sus hombros y cubría en parte su frente blanca y despejada. Era tan inteligente como su hermano, elegante, esbelta, y ninguna niña bailaba con tanta gracia como ella ni atraía más la atención general.

Rodeaba la casa de Rivera un hermoso y bien cultivado jardín, que se veía á través de las cerradas vidrieras del piso bajo, donde se celebraba la fiesta. Debía esta terminar á las diez de la noche para los niños, y prolongarse para los demás hasta una hora muy avanzada. Ya se habían retirado casi todos los pequeños convidados; sólo quedaban una niña y un niño que eran los amigos predilectos de Genaro y Adelaida. Al despedirse, no pudiendo los dos hermanos resolverse á separarse de ellos tan pronto, Genaro salió al jardín con sus compañeros

para dejarlos en el coche, que esperaba no lejos de la escalinata de mármol, y Adelaida le siguió.

—¿Por qué no subís con nosotros un rato?—dijo el niño.—Antes de salir del jardín os bajáis del carruaje y entráis en vuestra casa donde no os habrán echado de menos, puesto que la fiesta para nosotros ha concluido y creerán que os estáis acostando; es cuestión de dos minutos.

—¿Qué te parece?—preguntó Genaro á su hermana.

—Por mi parte, vamos—contestó la niña.

En vano la institutriz que acompañaba á los dos amiguitos de los de Rivera hizo algunas observaciones manifestando que aquello no estaba bien, que Genaro y Adelaida podían resfriarse, que era expuesto que se volvieran luego solos por corta que fuera la distancia que debieran recorrer; sus discípulos insistieron y los niños de la casa siguieron hasta la verja con sus amigos.

Allí se besaron con efusión, y después que la puerta de hierro fué cerrada por uno de los criados, que debía permanecer junto á ella hasta que la fiesta terminase, Adelaida y su hermano volvieron lentamente hacia su morada.

Pero antes de llegar, llamó su atención que uno de los perros ladrase, porque donde él estaba no pasaba nadie á aquella hora.

—Esto es que me ha oído—dijo Genaro—y quiere qué vaya á hacerle una caricia.

—Voy contigo á verle—repuso Adelaida.

Pero pensando en que aquel lado del jardín estaría a obscuras, tuyo miedo y añadió:

—No, mejor será que te espere aquí, pero no tardes.

El niño se alejó corriendo mientras su hermana; fija la mirada en él, no observaba que á pocos pasos de ella un hombre de mal aspecto se aproximaba con lentitud al sitio en que se hallaba.

Iba muy pobremente vestido; una capa negra y bastante usada cubría casi en total su traje andrajoso y llevaba un sombrero no menos estropeado que lo demás.

Al hallarse detrás de Adelaida esta se volvió de repente; al ver á aquel hombre quiso gritar, pero él le tapó la boca con la mano, cogió en sus brazos á la niña, la cubrió por completo con su capa y se alejó con rapidez. La infeliz criatura, temblando de miedo, no opuso la menor resistencia; temía que si hacía cualquier movimiento, aquel hombre la matase.

Así llegaron á uno de los ángulos del jardín, donde la tapia era baja y podía saltarse con facilidad. El hombre subió, no sin dificultades, á ella porque no quiso soltar á la niña, y cuando estuvo sentado dijo á una persona que sin duda aguardaba en el campo:

—Voy á atarla á la cuerda, cógela.

Adelaida, envuelta siempre en la capa del andrajoso, sintió que la echaban hacia el lado opuesto de su parque y entonces un débil grito se escapó de sus labios. La pobre niña había perdido el conocimiento.

III

Cuando volvió en sí se halló en un miserable cuarto de una mala posada.

Dos mujeres remendaban trajes viejos de saltimbanquis; un hombre fumaba tranquilamente en una pipa; dos niños harapientos, de tez curtida y cabellera rizada, la miraban con curiosidad, y un perro, único punto simpático de aquel cuadro, lamía una de las manos de Adelaida con cariño.

Al ver que abría los ojos, el chico menor acercó á la boca de la niña un vaso de estaño con vino, orden que sin duda había recibido de antemano, pero ella no lo quiso probar é hizo un gesto de repugnancia porque el vaso estaba sucio.

—Es bonita—dijo Marcela,—más aún que Natalia.

—Y muy ágil—repuso Francisco. —¡Cómo baila! da gusto verla, será una artista notable.

Esta era la que yo tenía elegida; la había observado desde el jardín cuando ella estaba en el salón; todos la contemplaban embelesados, pero me decía: Si esa no sale y se presenta otra habrá que contentarse con coger la que ofrezca menos dificultades; así es que me alegré muchísimo cuando la encontré sola; ha sido una gran suerte. Ahora lo que hay que hacer es irnos cuanto antes porque la buscarán y si la hallaran con nosotros no lo pasaríamos muy bien. Ante todo quitadle ese traje para que no llame la atención.

—Mis buenos señores—dijo Adelaida—yo no seré mala, pero llévenme ustedes con mis padres y mi hermanito.

—Si, te vamos á llevar, hermosa —replicó Marcela,—no llores ni te apures.

La hermana de ésta sacó de un baúl uno de los vestidos de Natalia, una falda de lana muy raída, una chaqueta negra y un pañuelo de seda viejo y harto vistoso, y quitando á Adelaida su precioso traje le puso el de la otra niña que era demasiado grande para ella. Adelaida lloraba sin consuelo al verse despojada de sus ropas, aunque le prometieron devolvérselas, y más aún cuando deshicieron sus bucles de oro para trenzar sus cabellos y le pusieron en la cabeza el pañuelo de colores.

Enseguida prepararon el carro, del que tiraba un mal caballo, colocaron el equipaje bajo el toldo, se sentaron las dos mujeres y los chicos poniendo en medio á Adelaida, que no hallaba alivio á su pena, y Francisco, seguido del perro, fué guiando á pie al caballo, procurando alejarse deprisa de aquella población y pasar por los caminos menos frecuentados.

En balde los señores de Rivera buscaron á su hija; cuando tuvieron el convencimiento de que Adelaida no estaba en su casa ni en el jardín, cuando se hubo registrado el lago, dieron parte á las autoridades, pero ya los saltimbanquis se hallaban muy lejos y nadie pudo proporcionar noticias de la niña.

Los titiriteros no habían dado función allí, habían ido solo de paso y los dueños de la posada donde pararon no vieron salir á la hermana de Genaro que Marcela y su esposo tuvieron buen cuidado de ocultar. Además ¿quién hubiera reconocido en aquella criatura humildemente vestida á la gentil Adelaida, cuyas señas se habían dado diciendo que llevaba un traje con encajes, un cinturón de raso, collar y pendientes de oro y perlas, zapatos blancos y lazos y flores en el pelo?

Inconsolables quedaron los padres de la niña al ver pasarse los días y los meses sin tener la menor noticia de ella y no menos desesperado su hermano, del que se apoderó después una melancolía que nada lograba disipar.

Al cabo de algún tiempo perdieron por completo la esperanza de hallarla y ya no hicieron más pesquisas. Como no podían atribuir aquella

desgracia á un rapto, por haberse verificado éste en el jardín y no haber dejado la menor huella, creyeron al fin en su muerte, debida á un accidente cualquiera, causado por una imprevisión de la niña, y como su cuerpo no había parecido por ningún lado, elevaron á su memoria una pequeña capilla, en la que Genaro y sus padres depositaban innumerables flores.

cont1Conclusión

 

Julia de Asensi y Laiglesia

Publicado originalmente en su libro de cuentos:

AURAS DE OTOÑO

CUENTOS PARA NIÑOS Y NIÑAS

CON ILUSTRACIONES DE CABRINETTY Y OTROS ARTISTAS

de la colección BIBLIOTECA AZUCENA

BARCELONA

Librería de Antonio J. Bastinos, editor.

Calles de Pelayo 52 y consejo de ciento 306

1897

LOS DOS NIÑOS MÚSICOS.

clasedeviolin

LOS DOS NIÑOS MÚSICOS.

Todos los días pasaba Antonio con su violín por la calle donde María se sentaba á pedir limosna, entonando ésta de vez en cuando una

triste canción que acompañaba con una guitarra pequeña y mal afinada.

Antonio tocaba muy bien, había nacido músico y llevaba por las noches gran cantidad de monedas de cobre á su amo. Este se contentaba con demostrarle su gratitud no pegándole casi nunca, lo que no hacía con los otros dos niños que vivían con él y que, menos hábiles ó más aficionados á jugar y perder el tiempo que su compañero, llegaban siempre con los bolsillos casi vacíos.

El violinista tendría unos diez años y sabía arrancar tan dulces notas al instrumento, darle tan triste expresión, que la gente se paraba para oírle y rara era la persona que no depositaba en el sombrero, colocado á sus pies, algunos cuartos.

María contaba, poco más ó menos, la misma edad que él; vivía con su madre enferma y con su padre, que la trataba mal y gastaba en la taberna lo poco que la pobre niña recogía después de permanecer largas horas, ya de pie, ya sentada en el suelo, cantando la mayor parte del día y aun de la noche.

Antonio se había interesado vivamente por aquella criatura, más triste y desamparada que él. Una mañana, dos ó tres después de haberla visto por vez primera, se había atrevido á acercarse á ella, luego que la hubo oído cantar, y aun le había dado una moneda, él que tanto la necesitaba también.

—Gracias,—dijo María después de besar la pieza de cobre y guardarla en su bolsillo;—es lo primero que gano hoy y acaso será lo último.

—Estás en mal sitio,—murmuró Antonio,—esta calle es muy sola y te cansas inútilmente.

—Mis padres no quieren que me aleje más de casa, porque de vez en cuando puedo ir á cuidar á mi madre, encender la lumbre, cuando la hay, y arreglar la comida si comemos otra cosa que pan.

—¡Pobre niña!—exclamó Antonio.

Siguió su camino, pero desde aquel día guardó una de las monedas que ganaba para dársela á María, llegando en breve á unir á los dos niños una tierna amistad.

Antonio y ella se hablaban un rato todas las mañanas; ya sabía la niña que él tenía su familia en un pueblo, pero que siendo muy pobres sus padres y con muchos hijos, se habían visto obligados á separarse de él porque, á pesar de sus pocos años, ya podía ganarse un pedazo de pan viviendo con aquel amo, paisano suyo, que en el lugar le había enseñado á tocar el violín para que bailasen allí los mozos; pero como no había bailes más que los días de fiesta y pagaban muy poco, resultaba que la ayuda que prestaba á sus padres no era ninguna. Entonces, como el maestro se fuera á la ciudad, le siguieron tres de sus discípulos, de los que era Antonio el más hábil y el preferido.

María poco podía contarle; su infancia se iba deslizando bien tristemente; no había jugado nunca, ni corrido y saltado como otras criaturas.

Al principio había pedido limosna con su madre, luego había venido la enfermedad de ésta; aprendió á tocar algo la guitarra para acompañarse á cantar y no descansaba jamás, aunque tuviese gran necesidad de reposo.

Un día, acababa de volver de su casa, cuando vio á Antonio que cruzaba la calle para ir á otro barrio.

—¿Dónde vas?—le preguntó María.

—A la plaza Mayor,—contestó él.

—Si me fuera contigo…

—¿Y por qué no?

—¿Qué hay en esa plaza? ¿Hay muñecas?

—¡Pues pocas que digamos!

—Me gustan mucho las muñecas y yo no he tenido más que una á la que faltaban la cabeza y las piernas. ¿Sabes cómo la tuve? Pues verás. Estaba yo descansando luego que hube cantado:

Nunca música aprendí, yo canto como las aves que entonan dulces gorjeos y no las enseña nadie.

Cuando se abrió un balcón, se asomó una niña muy pequeña con otra algo mayor. Esta llevaba una muñeca preciosa, de esas que mueven la cabeza y los brazos, con traje de seda y sombrero de ala ancha; á la pequeña, que tenía la otra muñeca rota en los brazos, se le hubo de antojarla nueva, empezó á gritar, tiró la suya á la calle y nadie se cuidó de recogerla.

La mamá obligó á las dos niñas á irse del balcón y yo cogí la muñeca rota, que conservaba una falda azul con un volante abajo, unas enaguas muy finas con puntillas y una camisita igual. Otro día perdieron unos chicos una pelota, y como yo la encontrase después ¿qué dirás que hice? pues se la puse de cabeza á mi muñeca con un pañuelo que corté de un trozo de percal que había en una espuerta que bajaron con la basura de una casa.

Así pensaba jugar, pero no tenía tiempo; llegaba tan cansada que ni miraba á mi muñeca; por fin un día, en que nevó mucho y no salí, fui á buscarla y no la encontré; creyendo que eran unos trapos viejos, mi madre la había tirado hacía una semana.

—¡Pobre María! —exclamó Antonio, —te ofrezco que cuando gane más dinero te compraré una muñeca que tenga cabeza y cara.

—No lo olvides y te querré todavía más.

Pero ahora llévame á la plaza.

Ambos se dirigieron allí, quedando María extasiada ante la colección de muñecas colocadas en los escaparates. Una sobre todo llamó su atención por ser igual á la que vio en brazos de aquella niña en el balcón de la calle donde cantaba. Pero cuando estaba más embebecida, se sintió coger por un brazo bruscamente y oyó la voz de su padre que le decía:

—¿Es este el modo que tienes de interesar á la gente y pedir limosna?

La niña se alejó llorando y el niño pensó que el día en que él fuese más rico sacaría á María del poder de su tirano dándole una felicidad de que no había disfrutado nunca.

El tiempo fué pasando y los dos niños continuaron viéndose, hasta que un día Antonio faltó á la cita.

Un caballero que le había oído tocar, se interesó por el muchacho, se lo llevó á su casa y le tomó un buen profesor. Pero el niño estaba muy sujeto, ya no salía solo, ni podía ver á María, aunque siempre se acordaba de ella.

Un año después pasó con su bienhechor por la calle donde la niña cantaba y no la encontró allí. Pidió al caballero permiso para enterarse de su paradero y le dijeron que la madre había muerto, que el padre se había marchado sin que se supiese dónde y la niña se hallaba en un asilo al que la habían llevado por caridad unas señoras. Era imposible que él la visitase, pero, como tenía algún dinero, compró una muñeca preciosa, la misma que ella vio, la metió en una caja y encargó que se la entregasen á María sin dar su nombre.

Antonio siguió estudiando y llegó á ser un grande artista. Dio conciertos en España y en el extranjero, lo que le permitió mejorar la situación de sus padres y hermanos, sin separarse nunca de su protector.

Al regresar á la ciudad donde tocara el violín por las calles, fué al asilo á informarse de María, y le dijeron que había salido de él. Ella también tuvo suerte; una señora, la presidenta, se la llevó á su casa para que la acompañase, dándole después una brillante educación.

Al día siguiente recibió Antonio un magnífico violín en nombre de la joven. Con este motivo fué á visitarla y se sorprendió al verla tan cambiada. María era muy bella, lo que no prometía en su infancia; se acordaba siempre de él, y en prueba de ello le llevó á ver su muñeca que conservaba intacta, habiéndola tenido como un objeto siempre querido.

Antonio y María se casaron y dieron brillantes conciertos, él tocando el violín, ella el piano que había aprendido en casa de su protectora.

Lo que no pudo la joven fué volver á cantar á causa de lo mucho que había abusado de su voz en sus primeros años.

Julia de Asensi y Laiglesia

Publicado originalmente en su libro de cuentos:

AURAS DE OTOÑO

CUENTOS PARA NIÑOS Y NIÑAS

CON ILUSTRACIONES DE CABRINETTY Y OTROS ARTISTAS

de la colección BIBLIOTECA AZUCENA

BARCELONA

Librería de Antonio J. Bastinos, editor.

Calles de Pelayo 52 y consejo de ciento 306

1897